martes, 23 de julio de 2024

Jesús y las mujeres


El cuadro del artista valenciano Joan Costa se titula "Sacra limpieza. El día después". Representa a las mujeres después de la Última Cena. Los varones han desaparecido y las mujeres limpian. No es muy correcto históricamente, ya que en el grupo de Jesús los hombres y las mujeres realizaban las mismas tareas y el Viernes Santo las mujeres estaban junto a la cruz, pero nos sirve para reflexionar sobre las mujeres en los orígenes del cristianismo.

Comencemos recordando que, fuera del ámbito doméstico, como señora de su casa y madre, la mujer no merecía consideración en la sociedad judía del tiempo de Jesús. De hecho, era una propiedad de los varones. El decálogo, por ejemplo, presenta las «posesiones» del prójimo que el buen israelita no debe robar ni desear. Entre ellas está incluida la esposa (que no ocupa el primer lugar): «No desearás la casa de tu prójimo, ni su mujer, ni su buey, ni su asno, ni ninguna otra cosa suya» (Éx 20,17).

Y los judíos piadosos rezan cada mañana: «Te doy gracias, Señor, porque no me has hecho gentil, ni esclavo, ni mujer». La tradición judía afirma: «Maldito el hombre que enseñe a una mujer» y «Mejor entregar la Ley a las llamas a permitir que la toque una mujer».

La situación no era muy diferente de la que hoy se puede ver en algunos países: sin poder decidir por sí misma ni aun salir de casa, si no es en compañía de un varón; sin permiso para hacer transacciones económicas ni para hablar con desconocidos.

Jesús, sin embargo, las trató como a seres humanos, respetándolas, acogiéndolas entre sus discípulos, enseñándoles, liberándolas. Hizo con ellas lo mismo que con los leprosos, los pecadores, los niños... en definitiva, con todos los débiles, los que no cuentan. En el evangelio no se idealiza a las mujeres, pero tampoco se las subordina a los varones. No hay distinción de personas a causa del sexo.

Jesús cura y enseña a las mujeres igual que a los varones y, al hacerlo, las presenta como símbolo de fe en el mundo judío (Mc 5,21-43) y en el pagano (Mc 7,24-30). Las mujeres son verdaderas discípulas. Sirven (Mc 1,29-31) y al hacerlo ofrecen lo que tienen, hasta su propia vida (Mc 12,41-44), ungiendo a Jesús para su entrega (Mc 14,3-9), formando parte de su evangelio.

Hermanos y hermanas integran por igual la nueva familia de Jesús (Mc 3,31-35; 10,28-30), con prioridad –si debiera haberla– para las mujeres, pues en ambos casos se incluye en la Iglesia a los hermanos y hermanas y a las madres, pero no la figura de los padres (ya que solo Dios es Padre).

Esposo y esposa son iguales y tienen los mismos derechos en el matrimonio (Mc 10,1-12; 12,18-27). No es la mujer la tentadora, culpable de los pecados del varón, es él el que peca si se deja llevar de la lujuria: «El que mira con lascivia a una mujer, ya ha cometido adulterio en su corazón» (Mt 5,28-29).

Ellas siguen de cerca a Jesús, están junto a la cruz y en el entierro y son las que descubren el sepulcro vacío, como culminación histórica del discipulado. Llegan donde nadie ha llegado, se mantienen donde todos han caído. A pesar de que su testimonio no tenía validez en un juicio (se puede recordar el caso de Susana en el libro de Daniel, acusada sin posibilidad de defenderse), o precisamente por ello, Jesús las eligió como primeras anunciadoras de su resurrección.

Por eso, aunque no sea capaz de sacar todas las consecuencias prácticas, san Pablo llega a afirmar que, entre los cristianos, «…ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28).

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