El último número de la revista "Orar" se titula "2024, año de la oración". No es una recopilación de artículos teóricos, sino de experiencias orantes y testimonios. A mí, en concreto, me han pedido un breve artículo con el título "Mi oración", que es el que aquí les comparto.
En nuestros días, tenemos un sentido muy utilitario de la vida. Muchas veces, hasta encontramos padres que tienen que dar una propina a sus hijos si quieren que saquen la basura, limpien su habitación o cuiden de sus propios hermanos más pequeños. Nos es difícil hacer cosas de una manera gratuita.
En la búsqueda de unos resultados para todo lo que hacen, muchos de nuestros contemporáneos confunden la oración con los variados ejercicios de relajación o de terapias sanadoras. Por eso insisten en probar «métodos» de oración, con los que conseguir los fines que se proponen. Si no se los ofrece la Iglesia, los buscan en el zen, el yoga, el reiki, o alguna otra de las numerosas técnicas que aseguran el bienestar de la mente y el cuerpo. Desean conseguir la paz, el equilibrio, la unificación interior y para ello están dispuestos a hacer los esfuerzos que sean necesarios.
Yo estoy convencido de que el fin primordial de la oración no es la relajación del cuerpo, ni el control de los sentidos, ni la desintoxicación de la mente, ni aún obtener favores de Dios. La oración no puede reducirse a practicar unas técnicas de respiración o de relajación muscular o de vacío de la mente, para estar mejor.
La armonía interior, la serenidad del ánimo, la paz de la conciencia... son frutos que se pueden obtener de la oración, pero no su fin ni su justificación. Para un hijo del Carmelo, el objetivo de la oración solo puede ser «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama» (V 8,5), tal como nos enseña santa Teresa de Jesús (de Ávila), nuestra madre.
Nuestra hermana santa Teresa del Niño Jesús (de Lisieux) añade que la oración no consiste en repetir unas fórmulas aprendidas, en unos momentos y lugares determinados. Por el contrario, se trata de hablar a Dios con toda sencillez, incluso sin palabras, en todo momento y lugar. En verdad que nuestro lenguaje es limitado, pero nuestra hermana Teresita nos recuerda que la oración no brota de la mente, sino del corazón.
Eso es lo que yo deseo: que mi oración brote de lo más profundo de mi pobre corazón y que todas mis actividades cotidianas queden asumidas en la oración, formando parte de una vida con sentido, caminando por las sendas del Señor y encarnando en los acontecimientos históricos que me toca vivir el proyecto de Dios para mi persona.
La oración es la ofrenda de mi tiempo y de mi vida a Dios, sin necesidad de otras motivaciones fuera del amor. Tengo la seguridad de que, cuando más ocupado estoy, cuando más me cuesta dejar todas las cosas para darle mi tiempo a Dios en la oración, es más auténtica y valiosa.
Quiero que mi oración sea gratuita, quiero orar porque Dios es importante para mí, sin esperar nada a cambio. Al mismo tiempo, soy consciente de que hay una misteriosa fecundidad de la oración, que vivifica la fe del orante y la vida de toda la Iglesia. Con razón se afirma que los monasterios son como los pulmones espirituales de la Iglesia y de la sociedad.
Por eso, también presento en mi oración a todos los que amo, a quienes me piden que interceda por ellos, a los enfermos y a los que sufren, con la sencillez de los niños, que todo lo esperan de sus padres. Sé que Dios es amor y se interesa por nosotros, por nuestras cosas, también por las más pequeñas. Por eso abro mi corazón en su presencia y pongo en manos del Señor mis necesidades y las del mundo entero.
San Pablo enseña que «no sabemos orar como nos conviene» (Rom 8,26). Esto me lleva a reafirmarme en que la oración no es una cuestión de métodos humanos. Por eso, también pido al Espíritu Santo que me ilumine y que me guíe por las sendas de la vida, ayudándome a cumplir siempre la voluntad de Dios. Amén. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
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