viernes, 22 de septiembre de 2023

Una palabra tuya bastará para sanarme


«Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». Antes de comulgar en la misa, decimos esta oración, inspirada en un pasaje del evangelio (Mt 8,8). Así lo creemos y así lo confesamos: una sola palabra de Dios tiene poder para transformar nuestras vidas. Tenemos numerosos testimonios de que esto ha sucedido a lo largo de los siglos. Veamos tres especialmente significativos:

- Hace unos 1700 años, san Antonio de Egipto entró en la iglesia y escuchó al sacerdote que estaba leyendo: «Si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme» (cf. Mt 19,21). Esto le cambió la vida. Efectivamente, repartió sus numerosos bienes entre los pobres y se consagró a la vida ascética, convirtiéndose en el iniciador de la vida monástica cristiana.

- Unos 100 años después, san Agustín de Hipona se preparaba para recibir el bautismo y reflexionaba sobre la posibilidad de consagrarse por entero al servicio del Señor, aunque le asustaba tener que vivir en castidad. Mientras estaba reflexionando, escuchó la voz de un niño, que le decía: «Toma y lee». Abrió el libro que tenía más a mano (las cartas de san Pablo) y encontró el texto: «Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no deis pábulo a la carne siguiendo sus deseos» (Rom 13,13-14). Esto fue suficiente para vencer definitivamente sus resistencias.

- Varios siglos más tarde, san Francisco de Asís, al escuchar un día en misa el evangelio en el que Cristo pide a sus discípulos que vayan a predicar sin llevar túnica de repuesto, ni dinero, ni alforja, fiándose de la providencia divina, comprendió que esa era su vocación y se determinó a desposar a la hermana pobreza, convirtiéndose en anunciador del evangelio con sus palabras y con su vida.

Cosas parecidas les han pasado a otros personajes a lo largo de la historia. Imitándoles, algunos abren sus biblias al azar y buscan una frase que les consuele o ilumine. Pero esa no es la actitud adecuada. Eso sirvió para san Antonio, san Agustín y san Francisco en unos momentos concretos de sus vidas, pero no significa que lo hicieran así en cada circunstancia ni que las cosas funcionen de la misma manera para todos. ¿Qué sucede si, al abrir el libro, nos encontramos con un texto que pide lapidar a las adúlteras o quemar sobre el altar los riñones y la grasa de un animal?, ¿y si nos pide que nos arranquemos el ojo o la mano para no pecar?, ¿qué sucede si un día sale un texto que te invita a dejar tu casa para contraer matrimonio y al día siguiente otro que alaba la castidad y te invita a la continencia?

Hemos de ser conscientes de una verdad fundamental, que repetiremos más veces: «un texto, fuera de su contexto, puede convertirse en un pretexto». La Biblia hay que leerla en su conjunto y descubrir su mensaje global, más allá de una frase o de un libro en concreto.

No debemos caer en el error de considerar la Biblia como un recetario del que extraer frases ocurrentes con las que dar respuesta a todos nuestros interrogantes. Sus enseñanzas son muy valiosas, pero no tratan muchos argumentos que carecían de importancia para sus redactores, aunque hoy pueden ser vitales para nosotros: ¿Por qué tengo que vacunarme?, ¿a qué partido político debo votar en las elecciones?, ¿cuál es el momento oportuno para redactar mi testamento?

Son de temer los cristianos fundamentalistas, que continuamente preguntan: «¿Eso dónde sale en la Biblia?». ¿Y dónde sale cómo se debe usar el horno microondas o el teléfono celular? Obviamente, no todo está en la Biblia. Adelantemos ya un tema esencial, que desarrollaremos más adelante: la Biblia enseña lo necesario para nuestra salvación, pero hay otras realidades que no trata y muchas veces no es fácil de aplicar en la vida concreta.

Hay que esforzarse para poder entender el significado de cada texto y de cada libro en su contexto (o mejor, teniendo en cuenta sus contextos: histórico, religioso, literario, etc.). Para ello hemos de profundizar en el momento en que fue escrito, en las intenciones del escritor, en las circunstancias vitales de los primeros destinatarios. Solo después podré preguntarme qué me dice el texto a mí personalmente y cómo puedo ponerlo en práctica.

Tengamos en cuenta que, si no tenemos las claves correctas de lectura, es absurdo pensar que podemos entender correctamente un texto antiguo, que fue escrito en un idioma distinto del nuestro, en una época lejana, en una cultura diferente… Es como querer abrir una cerradura sin la llave. Y todo se complica más cuando la cerradura es tan vieja que está oxidada y atascada.

Hay quienes afirman que no necesitan introducciones ni otro tipo de mediaciones. Se bastan a sí mismos y dicen que solo quieren una lectura literal de los textos, sin que nadie se los interprete. Dejando de lado que toda traducción es ya una interpretación, es imposible hacer una lectura que no sea interpretación del texto. Si queremos entender lo que dice un cartel (lo mismo da que sea una fotografía, un logotipo o un texto escrito), tenemos que interpretarlo. Si no sé interpretarlo correctamente, no podré entender su mensaje. Este es un tema de gran importancia, que desarrollaremos en el momento oportuno.

Jesús proclamó bienaventurados a «los que escuchan la Palabra de Dios» (Lc 11,28). Somos muchos los que leemos y escuchamos con gusto la Biblia, que nos ha ofrecido consuelo y esperanza en distintas circunstancias de la vida. Por eso nos identificamos con la confesión del profeta Jeremías: «Si encontraba palabras tuyas, las devoraba: tus palabras me servían de gozo, eran la alegría de mi corazón» (Jer 15,16). Este es el motivo que nos mueve a estudiarla, para conocerla cada vez mejor.

Al mismo tiempo, todos tenemos dificultades al leer algunos textos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. No es algo nuevo, ya que está testimoniado en la misma Sagrada Escritura. Sirva de ejemplo este diálogo entre el diácono Felipe y un funcionario etíope, que leía el libro del profeta Isaías: «Le preguntó: “¿Entiendes lo que estás leyendo?”. Contestó: “¿Cómo voy a entenderlo si nadie me guía?”» (Hch 8,30-31). Este texto nos sitúa ante una doble realidad:

- Por un lado, el africano no era de raza judía, pero leía sus Escrituras. Esto indica que, desde antiguo, la Biblia despertó interés en contextos distintos a los que la originaron. Y ese interés se mantiene hasta el presente.

- Por otro lado, el lector no era capaz de comprender lo que leía, ya que le faltaban claves de interpretación. Esa dificultad también perdura en el tiempo.

Las numerosas introducciones a la Biblia que hay en el mercado pretenden ser una ayuda para poder situarla en su contexto y comprender su mensaje. Si me atrevo a proponer una más es porque me han animado a hacerlo personas con las que he compartido los temas que desarrollo aquí y me han asegurado que este material les ha sido de utilidad, y que también puede servir a otros.

No exagero si afirmo que este libro es el fruto de treinta años de trabajo. En distintas ocasiones he redactado, ampliado, corregido y actualizado los temas que trato aquí, con el fin de adaptarlos a los distintos grupos con los que he compartido cursillos y charlas. Finalmente ha llegado el tiempo de transformar en un tratado ordenado lo que hasta ahora solo han sido apuntes y esquemas para todo tipo de encuentros.

Aquí va una parte de mi vida: de una actividad a la que he dedicado mucho tiempo y de unos argumentos que alimentan mi espiritualidad. Comparto lo que me hace feliz y confío en que estas reflexiones puedan ayudar a los lectores a «dar razón de su esperanza» (cf. 1Pe 3,15).

Tomado de mi libro: «Tu palabra me da vida. Introducción a la Sagrada Escritura», páginas 13-16.
Estella, Septiembre de 2023
Editorial Verbo Divino
Colección: El mundo de la Biblia
ISBN 978-84-9073-942-6
ISBN Ebook 978-84-9073-943-3

No hay comentarios:

Publicar un comentario