jueves, 17 de noviembre de 2022

Beato Juan de Palafox, obispo de Osma


Esta diócesis tenía en ese entonces unos 100.800 habitantes, según censo de 1587, con 470 parroquias y 675 eclesiásticos, aparte de varios conventos de religiosos y religiosas. 

No era una diócesis importante y, por ello, algunos consideraron que era poca cosa para su valía, creyendo que era más bien un confinamiento y un castigo, pero él la aceptó de buen grado, viendo en ello la voluntad de Dios.

El 4 de marzo de 1654 tomó posesión de la sede episcopal de Osma. Manifestó de inmediato su deseo de que, sobre la silla episcopal, se pusiese una imagen de San Pedro de Osma y, sobre la silla más antigua de los canónigos, una imagen de santo Domingo de Guzmán, que había sido canónigo de dicha Iglesia diocesana.

En su despacho la joya más preciada era el pequeño Niño Jesús de Flandes. A veces le oían hablar con él. Una mirada a su rostro era el punto de partida de sus escritos. Se lo trajo en su coche desde Madrid, bien acondicionado en la petaca. Y en Osma, como en Puebla, sería el compañero de todas sus andanzas apostólicas. 

Conservó siempre también, no sabemos si en el oratorio o en el despacho, una lindísima Inmaculada de marfil, pequeña de tamaño, pero exquisita. Se la había labrado un escultor indio americano, gentil, que en viéndola acabada se convirtió y pidió el bautismo, diciendo: “Que él no sabía cómo hubiese ideado aquella imagen, y que no era posible que señora que en el marfil se representaba tan bella, dejase de ser madre del verdadero Dios”. 

La Virgen, como el “pastorcito”, son joyas de la casa de Ariza, incluida en la del Infantado. 

Lo de más valor era su biblioteca, con manuscritos propios y ajenos; aunque muy pequeñita comparada con la que dejó en Puebla.

«Los (criados) de la casa del obispo estaban tan compuestos y ajustados y rendidos a su voluntad que no parecía sino un convento muy reformado. Entre ellos, no sólo estaban desterrados los divertimientos y liviandades pero ni se hallaban los juramentos, murmuraciones ni palabras impertinentes que suele haber en otros criados de señores. Fuera de esto, nunca los topaba ociosos, porque aún más que tuviera, les diera en qué ocuparse».

A los sacerdotes les recomendó encarecidamente que huyeran de la ociosidad y procuraran leer, estudiar y hacer obras buenas, tratando de ser sencillos y cercanos a sus feligreses. El mismo mes de su toma de posesión, publicó una carta pastoral sobre la devoción a la Virgen María y a su santo rosario.

«Introdujo la devoción del rosario del corazón en el obispado y que los curas, en cada pueblo, lo rezasen en la iglesia con sus feligreses. También el de Nuestra Señora consiguió que se rezase en le catedral de Osma por todos los prebendados y canónigos, que fue una acción de grande mérito y honra del cabildo. Rezábalo el obispo cada día con sus capellanes en la iglesia; y como del coro le iban acompañando a la capilla de Nuestra Señora del Espino, fuéronse quedando algunos por su devoción a rezarle en compañía del obispo, luego otros, y al fin todos se fueron quedando en su compañía. De suerte que sin mandato, sin imperio y sin violencia, han abrazado esta gustosa mortificación con tanto ejemplo y edificación».

Saliendo de visita pastoral, renunció al coche e iba a caballo. «Y Dios no solo le ha dado fuerzas, sino consuelo y gozo y salud para hacerlo; y cuando hace frío o nieve o hace aire recio o hiela, visitando, siente su alma un alegría tan grande que entonces se pone a cantar o reír o llorar de gusto; y en una ocasión (casi sin poderse contener), helando y ventiscando reciamente, se puso a cantar estos dos versos que entonces se le ofrecieron: “Padecer por el amado, son pasos de enamorado”».

«Se levantaba a las cuatro de la mañana poco más o menos y andaba a caballo con soles, aires y frío, y tenía cerca de sesenta años. Todos los días hacía dos pláticas y confesaba y caminaba de un lugar a otro y siempre volvía de la visita mejor y más gordo de lo que salía a ella, y le sucedieron en ella algunas cosas particulares».

«Lo primero, le sucedió muy ordinariamente que, cuando había de estar más cansado, se hallaba más descansado; y después de haberse fatigado todo el día, al acabar el rosario de la Virgen, que era el último ejercicio, a las siete, y a las ocho de la noche en el invierno, entonces le venía un género de descanso y alivio tan grande, que si se comenzasen los ejercicios del día se hallaba, no sólo con más aliento en el ánimo, sino en el cuerpo, para comenzar a obrar».

«Lo segundo, de tres años a esta parte particularmente le ha sucedido aligerársele el cuerpo, y quitársele todo lo pesado de él, porque siendo así que con cincuenta y ocho años de una vida de muchas fatigas y enfermedades y jornadas y trabajos y (lo que es más y peor) cansada y atormentada y quebrantada de pecados, apenas se puede levantar cuando se postra; y otras veces de cualquiera cosa se cansa, aunque no ande sino trescientos pasos; con todo eso, cuando venía a las siete o a las ocho de la noche de hacer pláticas a pie, otras a caballo, y volvía solo o con un criado a su casa, se hallaba el cuerpo tan aligerado y suelto como si a un hombre que era de plomo lo hubieran hecho de corcho; y solía al andar ir con tanta ligereza y decir a Dios: “¿Señor, qué es esto que me dais? ¿Qué queréis de mí?”, admirado de que esto pudiese hacer, y esto le ha sucedido diversas veces».

«En sus visitas, en llegando a la iglesia (a cuyas puertas se apeaba) y dado la bendición solemne al pueblo, entretanto que venía el pontifical y ornamentos, hacía junta de los niños y de la gente del lugar. Comenzaba por su persona a explicar y preguntar la doctrina a los pequeños y con esa ocasión daba luces de enseñanza a los grandes; y a los que respondían bien daba alguna cosa para acariciar a los padres y madres en los hijos y ganarles a todos por el amor; y a los que erraban no les reñía mucho, sino que los animaba para que supiesen más».

«En viendo los ornamentos pontificales y estando preparado, se vestía y decía los responsos solemnes por la Iglesia, y luego descubría el Santísimo con gran consuelo de su alma y le incensaba y daba, con su divina Majestad en las manos, la bendición al pueblo; y en el incensar y en tenerlo en ellas, le daba Dios particulares sentimientos de amor y de reverencia; y tan grande al incensar y derramar con el incienso su alma delante de aquel divino Señor, que le parece que si en el cielo se pudiera escoger el oficio, él había de pedir el de incensar al Redentor de las almas».

«Por la mañana, cuando ya se habían levantado, enviaba confesores para que se confesasen, y después iba este pecador y de sepultura en sepultura decía un responso rezado, en cada uno de los que habían muerto desde la visita antecedente; luego se sentaba a confesar y no lo dejaba hasta que todos los que querían confesar lo hiciesen muy a su gusto, aunque fuese hasta la una y las dos del día; y de esta perseverancia conoció grandísimos frutos y milagros, de que se dirán algunos en otra parte».

«En acabando de confesar, se confesaba él y se vestía para decir misa al pueblo, y en la misa los comulgaba a todos de su mano; y en acabando, teniendo el sitial delante, hacía una plática de una hora, poco más o menos. En esta plática enderezaba el discurso y la doctrina: lo primero, a darles gracias de su docilidad y de que se hubieran confesado, explicándoles cuan dichosas eran sus almas de estar en gracia y pintándoles la hermosura del alma en ella y la fealdad de la condenada. Luego les iba dando instrucciones de perseverar, contra juramentos, maldiciones y otros vicios, dejándoles instrucciones de cómo se habían de defender del enemigo y sus asechanzas. Después les dejaba las devociones que habían de tener y cómo se habían de gobernar para servir mucho a Dios y perseverar y tener presente a Dios y no ofenderle y vencer una mala costumbre de cualquier vicio que sea; y a esta plática llamaba preservativa, y a la otra curativa; y con esto les daba la bendición solemne y los dejaba consolados. Acabada la plática y dada la bendición solemne, confirmaba a todos los que querían, si no es que para más comodidad de los mismos feligreses se aguardase para la tarde».

El padre Argáiz refiere: «El estilo que tenía en la visita era el siguiente. Siempre que llegaba a los lugares, se iba a apear junto a la iglesia, no a casa de los curas. Visitaba el Santísimo, óleos y pila bautismal. Cantado el responso general por las ánimas, les decía brevemente a los presentes, cura y regidores, a lo que venía; exhortándoles avisasen a todos los vecinos que se confesasen a la mañana del día siguiente, y comulgasen, comunicándoles las indulgencias que traía. Al otro día se levantaba muy de mañana, íbase a la iglesia con dos capellanes que llevaba consigo, y con el cura; y él y ellos confesaban a todo el pueblo. En acabando decía misa, comulgándolos a todos por su mano; y luego les hacía un sermón de tres cuartos de hora, con tanto espíritu y elocuencia como acostumbraba, acomodándose a la capacidad del pueblo. Confirmaba los que no lo estaban, y echándoles su bendición, se volvían todos a comer a la una, y muchas veces a las dos. Y si la comida fuera regalada, pudiera llevarse aquel trabajo; mas era para su persona con el mismo rigor y abstinencia que dije abajo. Acabada la comida como no tenía muy ocupado su estómago luego se ponía a caballo para otro lugar donde hacía lo mismo remitiendo la ocupación de las cuentas y testamentos al visitador o a otro sacerdote que llevaba consigo».

«En una ocasión habiendo partido con su familia por no gravar al cura con quedarse allí aquella noche, con grande ventisco y agua con su gente, salieron después las cargas, en las cuales venía el niño Jesús que siempre trae consigo, y habiendo andado dos leguas de noche lloviendo por malísimo camino y barrancos y estando a pique de caer la familia, y este obispo ya casi del todo caído de la mula, ninguno cayó; y siendo así que las cargas siempre llegaban, en camino bueno, media hora y una después que las mulas, y que en este camino, que era malísimo y de noche con aguas habían de llegar más de dos horas después, y así como llegó a la iglesia, pidió que con luces fuesen a buscarlas y se pusieron a caballo para eso, apenas salieron del lugar a menos de doscientos pasos o poco más, las hallaron buenas, sin haber caído ni otra cosa de daño o dificultad, diciendo el mozo que el Niño Jesús era quien lo habría traído, apenas sabiendo cómo ni de qué manera pudo llegar estando lloviendo por mal camino y en dos horas de tiempo».

«Las cosas que en estas visitas le sucedieron fueron notables. Lo primero, le sucedió, no una vez, sino tres o cuatro, llegar un pecador a sus pies cuando ya acababa de confesar y decirle que el demonio le estaba persuadiendo a que no se confesase con su prelado y que se había salido de la iglesia dos veces y que otras dos se había entrado a ella por haberle dicho al oído una voz que fuese y se confesase con él, y era un pecado callado de muchos años, que confesó con grandes lágrimas. Otro, estando en el campo arando dejó los bueyes y el arado, y vino a los pies de su prelado diciendo que le estaban persuadiendo, sin saber quién, que se fuese a confesar; y confesóse y necesitaba de confesarse como el otro, por pecados callados adrede en la confesión».

«En otra ocasión, diciéndole a un pecador de treinta años de malas confesiones por un pecado callado, y preguntándole que cómo lo había callado tanto tiempo, respondió: que de vergüenza y que si no hubiera venido su prelado y no le oyera predicar, muriera de esa manera».

 «Otra persona que se hallaba en el mismo estado, le dijo que así como entró por la puerta de la iglesia su prelado, le pareció que veía a su ángel, y que luego le dijo su corazón: “Con este has de confesar y salir de mal estado”».

«De este género de confesiones solo en esta visita, hizo más de veinte y cuatro, quedando las almas consoladas y asimismo este pecador; y lo advierte para que sepan los obispos y prelados cuánto importa predicar y confesar por sus personas, y que se animen a confesar y predicar por sí mismos, porque harán gran bien a las almas de su cargo».


Tomado del libro Beato Juan de Palafox, virrey de México, escrito por el agustino recoleto Ángel Peña, publicado en Lima (Perú) en 2015, páginas 37-42.

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