miércoles, 25 de mayo de 2022
Por qué te amo, María. Poema de santa Teresita
Santa Teresita escribió este largo poema de 200 versos cuatro meses antes de fallecer, para contar todo lo que pensaba de María, mujer cercana, modelo de fe, que nos enseña el camino del cielo con la práctica de las virtudes humildes. En la traducción se pierde la rima, por lo que los pongo seguidos, como si fueran prosa.
1. Madre, quiero cantar por qué te amo; por qué tu dulce nombre hace saltar de gozo mi corazón y por qué el pensamiento de tu suma grandeza no puede inspirar temor a mi alma. Si yo te contemplase en tu sublime gloria, más brillante tú sola que la gloria de todos los elegidos juntos, no podría creer que soy tu hija. María, en tu presencia bajaría los ojos...
2. Para que una hija pueda querer a su madre, es necesario que esta sepa llorar con ella, que con ella comparta sus penas y dolores. ¡Oh dulce Reina mía, cuántas y qué amargas lágrimas lloraste en el destierro para ganar mi corazón! ¡Oh Reina, meditando tu vida tal como la describe el evangelio, yo me atrevo a mirarte y a acercarme a ti! No me cuesta creer que soy tu hija cuando veo que sufres y mueres como yo.
3. ¡Oh asombroso misterio! Cuando un ángel del cielo te ofrece ser la madre de un Dios que ha de reinar eternamente, veo que tú prefieres el tesoro inefable de la virginidad. Inmaculada Virgen, comprendo que tu alma le sea a Dios más grata que su propia morada de los cielos. Comprendo que tu alma, humilde y dulce valle, contenga a mi Jesús, océano de amor.
4. Te amo cuando proclamas que eres la siervecilla del Señor, a quien cautivas con tu humildad. Esta es la gran virtud que te hace omnipotente y lleva la Santa Trinidad a tu corazón. Entonces, el Espíritu de amor te cubre con su sombra y el Hijo, igual al Padre, se encarna en ti. ¡Muchos habrán de ser sus hermanos pecadores para que se le llame: Jesús, tu primogénito!
5. María, tú lo sabes: como tú, no obstante ser pequeña, poseo y tengo en mí al Todopoderoso. Pero no me asusta mi gran debilidad, pues todos los tesoros de la madre son también de la hija, y yo soy hija tuya, Madre mía querida. ¿Acaso no son mías tus virtudes y tu amor? Así, cuando la pura y blanca Hostia baja a mi corazón, tu Cordero, Jesús, sueña estar reposando en ti misma, María.
6. ¡Oh Reina de los santos! Tú me haces comprender que no me es imposible caminar tras tus huellas. Nos hiciste visible el estrecho camino que va al cielo con la práctica constante de virtudes humildes. Imitándote a ti, mi deseo es permanecer pequeña, veo cuán vanas son las riquezas terrenas. Al verte ir presurosa a tu prima Isabel, de ti aprendo a practicar la caridad ardiente.
7. ¡Oh Reina de los ángeles! En casa de Isabel escucho, de rodillas, el cántico sagrado que brota de tu corazón. Me enseñas a cantar las alabanzas divinas, a gloriarme en Jesús, mi salvador. Tus palabras de amor son las místicas rosas que envolverán en su perfume vivo a los siglos futuros. En ti el Omnipotente obró sus maravillas, yo quiero meditarlas y bendecir a Dios.
8. A san José, que ignora el milagro asombroso que en tu humildad quisieras ocultar, tú le dejas llorar cerca del tabernáculo, donde se oculta y vela la divina belleza del Salvador. ¡Oh, cuánto amo, María, tu elocuente silencio! Es para mí un concierto muy dulce y melodioso, que canta a mis oídos la grandeza, y hasta la omnipotencia, de un alma que espera su auxilio solo del cielo.
9. ¡Oh María y José! Luego os veo en Belén, rechazados por todos. Nadie quiere acoger en su posada a dos pobres y humildes forasteros. ¡Solo tienen sitio para los grandes! Y en un establo mísero, rudo y destartalado, tiene que dar a luz la reina de los cielos a su Hijo Dios. ¡Madre del Salvador, qué amable y qué grande me pareces en tan pobre lugar!
10. Cuando veo al Eterno envuelto en los pañales y oigo el tierno llanto del Verbo entre las pajas, ¿podría yo, María, en ese instante, envidiar a los ángeles? ¡Su Señor adorable es mi hermano querido! ¡Cómo te amo, María, cuando en nuestra ribera abres para nosotros esa divina Flor! ¡Cómo te amo, Virgen, cuando escuchas a los simples pastores y a los magos, y guardas y meditas todo eso dentro del corazón!
11. Te amo cuando te mezclas con las demás mujeres, que dirigen sus pasos al templo del Señor. Te amo cuando presentas al Niño que nos salva al venerable anciano, que le toma en sus brazos. Al principio, yo escucho sonriendo su cántico, pero pronto sus palabras hacen correr mis lágrimas. Hundiendo su mirada profética en el futuro, Simeón te presenta la espada del dolor.
12. ¡Oh Reina de los mártires, la espada dolorosa traspasará tu pecho hasta la tarde misma de tu vida! Ya te ves obligada a abandonar el suelo de tu patria para escapar del furor sanguinario de un rey envidioso. Jesús duerme tranquilo bajo los suaves pliegues de tu velo cuando José te advierte que hay que partir aprisa. Y tu obediencia en rápida: tú partes sin demora y sin razonamientos.
13. ¡Oh María! En la tierra de Egipto, me parece que, a pesar de vivir en la suma pobreza, tu corazón está lleno de gozo y paz. ¿Qué te importa el destierro? ¿Acaso no es Jesús la patria de las patrias, la más bella? Poseyéndole a él, tú posees el cielo. Pero en Jerusalén te envuelve una amarga tristeza y, como un mar, tu corazón inunda. Por tres días Jesús se esconde a tu ternura, y entonces cae sobre tu vida un oscuro, implacable, riguroso destierro.
14. Por fin logras hallarle, y al tenerle rompe tu corazón en transporte amoroso. Y le dices al Niño, encanto de doctores: "Hijo mío, ¿por qué has obrado así? Tu padre y yo, con lágrimas, te estábamos buscando". Y el Niño Dios responde, ¡oh profundo misterio!, a la Madre querida que hacia él tiende los brazos: "¿A qué buscarme, Madre? ¿No sabías que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?"
15. El evangelio me enseña que Jesús permanece sumiso a María y José, mientras crece en sabiduría. ¡Y el corazón me dice con qué inmensa ternura él obedece siempre a sus padres queridos! Ahora es cuando comprendo el misterio del templo, las palabras ocultas del amable Rey mío: Tu dulce Niño, Madre, quieres que tú seas el ejemplo vivo del alma que le busca a oscuras, en la noche de la fe.
16. Puesto que el Rey del cielo quiso ver a su Madre sometida a la noche, sometida a la angustia del corazón ¿será, acaso, merced sufrir aquí en la tierra? ¡Oh, sí...! ¡Sufrir amando es la dicha más pura! Jesús puede tomar de nuevo lo que me ha dado, dile que por mí nunca se moleste. Puede, si tiene a bien esconderse de mí, me resigno a esperarle hasta que llegue el día sin ocaso en el que para siempre se apagará mi fe.
17. Virgen llena de gracia, yo sé que en Nazaret viviste pobremente, sin ambiciones. ¡Reina de los elegidos! Ni éxtasis ni raptos ni milagros hermosearon tu vida. Muchos son los pequeños en la tierra, y ellos pueden alzar, sin miedo, a ti los ojos. ¡Oh Madre incomparable, tú caminas por el sendero común, guiándonos al cielo!
18. Madre amada, quiero vivir contigo a la espera del cielo, seguirte día a día en el destierro. Me hundo absorta en tu contemplación y descubro los abismos de amor de tu inmenso corazón. Tu mirada maternal desvanece mis miedos y me enseña a llorar y a reír. Lejos de despreciar las fiestas de la tierra, las fiestas que son santas, tú, Madre, las comparte y bendices.
19. Al ver que los esposos de Caná no pueden ocultar el gran apuro en que se encuentran por faltarles vino, con solicitud maternal acudes al Salvador, tu Hijo, esperando la ayuda de su poder divino. Jesús parece rechazar tu súplica en un primer momento: "Mujer, ¿qué importa esto a ti y a mí?" Pero en el fondo de su corazón te llama “madre” y realiza su primer milagro por ti y para ti.
20. Madre, te veo un día en la colina, entre los pecadores que escuchan la palabra de aquel que desea recibir a todos en el cielo. Alguien dice a Jesús que quieres verle. Entonces él, Hijo divino tuyo, ante la gente muestra lo inmensamente que nos ama y dice: "¿Quién es mi hermano, quién mi hermana, y mi madre; quién, sino el que cumple mi voluntad en todo?"
21. Virgen inmaculada, ¡oh Madre, la más tierna!, al escucharle tú no te entristeces, antes bien te alegras de que nos haga comprender que aquí abajo, en la tierra, nuestra alma se hace familia suya… ¡Oh, sí, te alegras, Virgen, de que él nos dé su vida, el tesoro infinito de su divinidad! ¿Cómo no amarte y bendecirte, viendo en ti tanto amor, tanta humildad?
22. María, tú nos amas como nos ama Jesús; por nosotros aceptas verte alejada de él. Amar es darlo todo y darse incluso a sí mismo: quisiste demostrarlo quedando con nosotros como fuerte y visible ayuda nuestra. ¡Conocía Jesús tus íntimos secretos y la inmensa ternura de tu corazón materno! Te entregó a nosotros, como refugio fiel de pecadores, cuando, para esperarnos en el cielo, abandonó la cruz.
23. Virgen, en la sombría cumbre del Calvario, de pie junto a la cruz, me pareces igual que un sacerdote en el altar, ofreciendo tu víctima, tu Jesús amadísimo, nuestro dulce Emmanuel, para desenfadar la justicia del Padre. Un profeta lo dijo, ¡oh Madre desolada!: "¡No hay dolor semejante a tu dolor!" ¡Oh Reina de los mártires, quedando en el destierro, prodigas por nosotros toda la sangre de tu corazón!
24. La casa de san Juan se hace tu único asilo; el hijo de Zebedeo reemplaza a tu Jesús... Y ese es el último detalle que nos da el evangelio; ya no vuelve a hablar más de la Virgen María. Pero, Madre querida, su silencio profundo ¿acaso no revela que el Verbo eterno -él mismo- cantar quiere los íntimos secretos de tu vida, para gozosa gloria de tus hijos, los santos moradores de la patria del cielo?
25. Yo escucharé muy pronto esa dulce armonía, iré muy pronto a verte en el hermoso cielo. Madre, tú que viniste a sonreírme en la suave mañana de mi vida, ven otra vez a sonreírme ahora..., pues ya ha llegado la tarde de mi vida. No temo el resplandor de tu gloria suprema, he sufrido contigo, y ahora quiero cantar en tus rodillas, Virgen, por qué te amo ¡y repetir por siempre y para siempre que yo soy hija tuya...!
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