viernes, 18 de febrero de 2022

Discernimiento en tiempos de pandemia


La pandemia del covid-19 nos pilló a todos desprevenidos: a los gobiernos, a las Iglesias, a las estructuras sanitarias, a los mercados financieros, etc. 

Además de los muchos fallecidos, hospitalizados, aislados en cuarentena y personas que han perdido su trabajo, hemos de tener en cuenta los efectos psicológicos, que han multiplicado la ansiedad, depresiones y suicidios en la población. 

No es menos grave lo difícil que se han vuelto muchas gestiones que antes eran relativamente sencillas, ya que hoy necesitamos cita previa para casi todo. 

Podemos definir lo que estamos viviendo como una verdadera calamidad. En la Biblia hay una palabra específica para esta realidad: «thitpsis», que podemos traducir por ‘prueba’, ‘aflicción, ‘angustia’ y ‘tribulación’.

Me parece importante buscar en la Biblia una luz, porque podemos vivir estos acontecimientos prescindiendo de la fe (buscando solo una explicación científica) o desde una religiosidad fideísta, que puede ser aún más peligrosa (no faltan quienes ven en la pandemia un castigo de Dios o quienes piensan que solo afecta a los que no tienen suficiente fe y por eso se niegan a vacunarse). 

Desde la fe, oramos por los enfermos y quienes los cuidan. Desde la razón, aceptamos las normas sanitarias que nos ayudan a controlar los efectos del coronavirus. Desde la teología, intentamos iluminar los acontecimientos a la luz de la Palabra de Dios.

Tenemos mucha información. Tanta, que nos resulta difícil procesarla, evaluarla y asimilarla. Este ya era un serio problema de nuestra generación, pero ahora se ha agravado. Intentemos, ahora, reflexionar con seriedad y buscar luz para poder «andar en verdad», usando una expresión de santa Teresa de Jesús.

En principio, «thitpsis» no es algo bueno. No lo son la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez y los peligros (cf. Rom 8,35). Las tribulaciones o pruebas pueden oscurecer nuestra mirada hasta hundirnos en la desesperación. Pero también pueden ser una oportunidad de gracia y de crecimiento, si son enfrentadas con el espíritu adecuado (el de la resiliencia y las bienaventuranzas).

Es fácil decir que adoramos la cruz de Cristo y que queremos abrazarnos a la nuestra personal, pero querríamos una cruz fabricada por nosotros, elegida por nosotros, a nuestra medida. Sin embargo, la cruz llega cuando menos lo esperamos y de maneras que no imaginamos. 

Esforzarnos por arreglar lo que está en nuestras manos es un deber humano y cristiano. Pero acoger con paz lo que no podemos arreglar y permanecer unidos a Cristo cuando nos faltan las fuerzas e incluso la inteligencia para comprender lo que está sucediendo es el verdadero reto de las personas maduras y equilibradas.

En las epidemias del pasado, la sociedad buscaba ayuda en los religiosos y religiosas (que son los que atendían a los apestados, cuidándolos, limpiándolos, alimentándolos y confortándolos con los sacramentos). 

Hoy la sociedad pone su confianza en el personal sanitario y en los políticos (no solo llamados a gestionar las vacunas y los materiales hospitalarios, sino también los fondos de cohesión y las ayudas económicas para las familias y empresas).

Esto nos tiene confundidos, pero hemos de aceptar que, para los cristianos, este es para nosotros un tiempo de «kénosis», de humillación y anonadamiento. La credibilidad de la Iglesia está por los suelos a causa de los escándalos sexuales y financieros y gran parte de la sociedad no espera nada de ella. 

Ya sucedía antes, pero ahora se ha agravado y se ha hecho más visible. Si lo vivimos con paz, también este puede ser un tiempo de gracia y renovación. Recordemos lo que escribió Benedicto XVI mucho antes de ser papa:

«De la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. [...] Pero en estos cambios que se pueden suponer, la Iglesia encontrará de nuevo y con toda la determinación lo que es esencial para ella, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la ayuda del Espíritu que durará hasta el fin. La Iglesia reconocerá de nuevo en la fe y en la oración su verdadero centro y experimentará nuevamente los sacramentos como celebración y no como un problema de estructura litúrgica. Será una lglesia interiorizada, que no suspira por un mandato político y no flirtea con la izquierda ni con la derecha. Le resultará muy difícil. En efecto, el proceso de la cristalización y la clarificación le costará también muchas fuerzas preciosas. La hará pobre, la convertirá en una lglesia de los pequeños. El proceso resultará aún más difícil porque habrá que eliminar tanto la estrechez de miras sectaria como la voluntariedad envalentonada».

A esta transformación que anunciaba Ratzinger hace cincuenta años solo se puede llegar pasando por tribulaciones que dobleguen nuestra obstinación. La pérdida de significatividad de la Iglesia en nuestra sociedad ha llevado a muchos a abandonarla. Solo permanecerán en ella los que estén convencidos, los que tengan una experiencia de Dios. 

Muchas veces hemos escuchado la famosa afirmación del teólogo Karl Rahner: «El cristiano del siglo XXI será místico o no será cristiano». De eso se trata: de hacer experiencia personal del misterio, de encontrarnos con el amor de Dios, que se ha manifestado y se manifiesta en Jesús de Nazaret, y de relacionarnos personalmente con él.

Pero no basta solo con la experiencia de Dios, que es lo primero y principal. Necesitamos también una sólida formación en la fe para poder «dar razón de su esperanza a quienes nos lo pidan» (1Pe 3,15) y para poder distinguir lo esencial de lo accesorio, lo que debe permanecer de lo que puede y debe cambiar con el paso del tiempo. Este es el primer y principal discernimiento que tenemos que hacer los creyentes.

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