viernes, 3 de septiembre de 2021

San Juan de la Cruz. Teología en verso


Les comparto uno de los puntos de mi ponencia de ayer en el congreso sobre san Juan de la Cruz:

Teología en verso. Aunque hoy puede sorprender a algunos, la valoración de san Juan de la Cruz como poeta y como teólogo es relativamente reciente, un proceso iniciado hace poco más de cien años.

Durante mucho tiempo fue leído como maestro de vida espiritual, pero no se valoraba su poesía fuera de los ambientes conventuales. Los gustos barrocos no iban de acuerdo con sus frases esenciales. Los poemas de los siglos XVI al XIX describían las cosas y los acontecimientos con detenimiento y realismo (como la pintura y la escultura de la época), mientras que san Juan de la Cruz se limita a sugerir, por medio de imágenes que permanecen abiertas a múltiples interpretaciones. Por motivos similares, la pintura de El Greco tampoco fue valorada hasta el siglo XX.

Como bien se sabe, las cosas comenzaron a cambiar con el filólogo Marcelino Menéndez y Pelayo, que elogió con entusiasmo sus poemas y los consideró incluso superiores a los de fray Luis de León. Se acercó a ellos con estremecimiento religioso y no se atrevió a analizarlos como cualquier otra obra literaria:

«Hay una poesía más angélica, celestial y divina, que ya no parece de este mundo, ni es posible medirla con criterios literarios, y eso que es más ardiente de pasión que ninguna poesía profana, y tan elegante y exquisita en la forma, y tan plástica y figurativa como los más sabrosos frutos del Renacimiento. Son las Canciones espirituales de san Juan de la Cruz [...]. Me infunden religioso terror al tocarlas. [...] Por toda esta poesía oriental, trasplantada de la cumbre del Carmelo y de los floridos valles de Sión, corre una llama de afectos y un encendimiento amoroso, capaz de derretir el mármol» (Discurso de recepción en la Real Academia Española de la Lengua, 1881).

Lo mismo le pasó a Miguel de Unamuno, que no solo le consideraba el mejor poeta, sino también «el más profundo pensador de raza castellana» (Carta a Rodó, 05-05-1900). En 1929 le dedicó una poesía muy lograda, en la que, con un sorprendente juego de palabras, el maestro siempre atormentado por sus dudas de fe confiesa su admiración por unos versos que califica como «cantos de cuna» para Dios, al mismo tiempo que confiesa que su lectura le ayudaba a encontrar la paz:

«Juan de la Cruz […]. De Dios el silencio santo, / colmo de noche sin luna, / vas llenando con tu canto; / para Dios, canto de cuna. // Madrecito de esperanza, / nuestra desesperación / gracias a tu canto alcanza / a adormecer la razón».

Lo que Menéndez-Pelayo y Unamuno no se atrevieron a hacer (un análisis estilístico de la poesía de san Juan) lo realizaron otros pensadores, como Jean Baruzi (en 1924. Su obra supuso el primer acercamiento al santo desde criterios externos a la teología espiritual) y Dámaso Alonso (en 1942. Dio inicio a los estudios filológicos y literarios sobre san Juan de la Cruz en España). Desde entonces, son muchos los que han estudiado a fondo los aspectos literarios de sus obras:

«Villaespesa, Antonio y Manuel Machado […]. Jorge Guillen dedicó el capítulo “San Juan de la Cruz o lo inefable místico”, dentro de su libro Lenguaje y poesía, al análisis de la obra de san Juan. Más intensa fue aún la labor de Dámaso Alonso, que consagró a la poesía del místico un trabajo monográfico, de título La poesía de san Juan de la Cruz (Desde esta ladera), y varios artículos. […] Luis Cernuda también aplicó su saber literario al conocimiento de la obra del santo. Gerardo Diego no pudo por menos que secundar a sus compañeros de generación en este esfuerzo por glosar la obra del místico en varios artículos. […] Miguel Hernández también sucumbió gustoso al influjo de san Juan de la Cruz. […] Leopoldo Panero, Luis Rosales, Gabriel Celaya, Luis Felipe Vivanco y Vicente Gaos prolongan, a través de sus libros de verso, y, en ocasiones, también a través de su obra de reflexión crítica, la “presencia” de san Juan en la poesía española contemporánea. […] Destaca por su fervor sanjuanista Blas de Otero. […] Poetas capitales como Carlos Bousoño y José Ángel Valente realizaron una lectura tan apasionada como lúcida de la obra de San Juan. De entre este listado inacabable de poetas ungidos por la gracia de la poesía del santo voy a fijar mi atención en […] Juan Ramón Jiménez» (María Ángeles Sanz Manzano).

Lo mismo podemos decir de las enseñanzas teológicas del santo, que no fueron tomadas en serio por los teólogos de oficio hasta que en 1926 fue declarado doctor de la Iglesia.

Durante el primer milenio del cristianismo, la reflexión filosófica y teológica caminaron de la mano, desarrollando un pensamiento enraizado en la Biblia y en la patrística, contemplativo y sapiencial, que servía de alimento para la piedad y para la vida cotidiana de los fieles. Pero las cosas cambiaron a lo largo del segundo milenio, en el que la teología «escolástica» se elaboraba al margen de la teología «espiritual»:

«A lo largo del periodo medieval, […] la teología […] se constituyó en verdadera ciencia, según los criterios aristotélicos […], esto es: por medio del razonamiento se podría mostrar por qué algo fue de una manera y no de otra, y por medio del razonamiento se podría llegar también a conclusiones partiendo de los principios. […] Hacia el final de la Edad Media […] hubo una tendencia de la teología a distanciarse de la Palabra de Dios, de manera que en ocasiones se convirtió en una pura reflexión filosófica aplicada a cuestiones religiosas. […] La teología se separó más y más de la vida real del pueblo cristiano y resultó mal preparada para enfrentarse a los retos de la modernidad» (Comisión teológica internacional, La teología hoy: perspectivas, principios y criterios, Roma 2011, 67-68).

Esta ruptura entre «letrados» y «espirituales» se prolongó hasta tiempos recientes. Los espirituales desconfiaban de los teólogos, a los que consideraban más amigos del orden y del derecho que de la vida concreta de los creyentes, y los teólogos rechazaban a los espirituales, como demasiado subjetivos para tenerlos en cuenta a la hora de hacer una reflexión científica. San Juan de la Cruz no se escapó de este prejuicio:

«Durante mucho tiempo se ha tomado a san Juan de la Cruz como un simple místico o moralista, sin nervadura teológica, pero hoy sabemos que esta obra místico-moralista ofrece una de las más altas teologías de la Modernidad cristiana» (Xavier Picaza).

Hoy, que los tiempos han cambiado, para que nuestra lectura de san Juan de la Cruz sea provechosa, no debemos ignorar su modo particular de hacer teología. Exceptuando algunos capítulos de la Subida al Monte Carmelo y de la Noche oscura del alma, él no realiza una exposición sistemática de su doctrina, sino poética y simbólica. Incluso en varias ocasiones que propone esquemas escolásticos para la comprensión de algún tratado, no los tiene en cuenta en el desarrollo.

Es importante recordar aquí que los poemas de san Juan de la Cruz son anteriores a sus escritos en prosa, que nacieron como explicaciones de los versos, primero orales y después escritas. También que cada poema, aunque sea independiente y completo en sí mismo, se ilumina con los otros textos del santo:

«Porque las poesías de Juan de la Cruz se entrelazan y se complementan doctrinalmente entre sí de una manera admirable. No es que yo quiera decir que el santo buscara explícitamente dicha complementariedad, sino que, de hecho, existe. Y esto es debido a que todas tienen un punto en común: el alma de aquel que, de una manera u otra, fue su autor: Juan de la Cruz. En él encuentran su unidad y complementariedad» (José Damián Gaitán).

Usando un lenguaje misterioso, muchas veces paradójico, y sirviéndose de abundantes oxímoros , el santo provoca asombro y extrañeza entre sus lectores. Al hablar de una noche «más clara que la luz del mediodía», de «la música callada, la soledad sonora», de un «cauterio suave, regalada llaga», que matando transforma la muerte en vida, y otras expresiones similares, fuerza las palabras, dotándolas de matices nuevos, como cuando afirma que, saltando al vacío, en lugar de bajar, sube, y que al subir desciende cada vez más: «Por ser de amor el lance / di un ciego y oscuro salto / y fui tan alto tan alto / que le di a la caza alcance. // Cuanto más alto llegaba / de este lance tan subido / tanto más bajo y rendido / y abatido me hallaba…» Estos recursos provocan nuestra curiosidad para que indaguemos en el mensaje que se esconde en esta especie de trabalenguas.

Al inicio y al final de Llama de amor viva recuerda que las palabras ordinarias no sirven para explicar al misterio de Dios (cf. Ll prólogo, 1; 4,17). Sin embargo, él hace el esfuerzo de contar lo que siente y entiende con el lenguaje menos inapropiado, sirviéndose de «figuras, comparaciones y semejanzas» (C prólogo, 1).

Él es consciente de las limitaciones de nuestro lenguaje, por lo que invita a «echar de ver cuán bajos y cortos y en alguna manera impropios son todos los términos y vocablos con que en esta vida se trata de las cosas divinas» (2N 17,6). Y en otra ocasión, afirma: «La delicadez del deleite que en este toque se siente es imposible decirse, ni yo querría hablar en ello, porque no se entienda que aquello no es más de lo que se dice, que no hay vocablos para declarar cosas tan subidas de Dios» (Ll 2,21).

Este es el motivo por el que se sirve de la poesía y de los símbolos, como han hecho otros místicos antes y después de él y como hace la misma Biblia, tal como el mismo san Juan recuerda: «No pudiéndose dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla el Espíritu Santo misterios en extrañas figuras y semejanzas» (C prólogo, 1).

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