viernes, 25 de diciembre de 2020

Dios se revela en lo pequeño y en lo cotidiano


Navidad es la fiesta de la luz. La primera lectura de la misa de Nochebuena habla de una luz grande, que brilla hasta deslumbrar: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras y una luz les brilló» (Is 9,2). El evangelio también habla de la luz que envolvió a los pastores (Lc 2,9). Por eso, una de las oraciones de la misa dice: «Dios, que disipó las tinieblas del mundo con la encarnación de su Hijo, y con su nacimiento glorioso iluminó esta noche santa, aleje de vosotros las tinieblas del pecado y alumbre vuestros corazones con la luz de su gracia».

En un año tan trágico como el que estamos viviendo, marcado por la enfermedad, el aislamiento social y la muerte, necesitamos -más que nunca- la luz que viene de Belén. Como creyentes, reconocemos con humildad que tenemos más preguntas que respuestas, que a menudo no sabemos actuar correctamente ante los retos que nos presenta la sociedad. Muchas veces, parece que las tinieblas ambientales nos envuelven y nos paralizan. Por eso buscamos luz en las Sagradas Escrituras y en la fe.

Los ángeles dijeron a los pastores: «Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, el mesías, el Señor. Y aquí tenéis una señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,11). No se les anuncia nada extraordinario, nada verdaderamente espectacular, que ilumine la oscuridad de su noche. 

La señal de Dios es únicamente un niño frágil y pobre, dentro de un pesebre, en una cueva. No en un palacio, ni aun siquiera en una cama. Sin glamour, débil y necesitado de lo más elemental. En él tienen que descubrir la presencia salvadora de Dios. Para eso, necesitan los ojos de la fe.

Entonces y ahora, Dios se manifiesta en la sencillez, en la debilidad, en la pequeñez, en lo ordinario, en lo cotidiano. No nos abruma con su grandeza, se despoja voluntariamente de su gloria, porque no exige nuestra sumisión, sino que mendiga nuestro amor.

En el establo de Belén, la luz que anunciaban los profetas se ha revelado como gracia que vence sobre el pecado y como verdad que disipa las tinieblas de la ignorancia. Pero todo sucede con humildad, con sencillez, con naturalidad. Esto rompe nuestros esquemas y nos ayuda a entrar en la lógica de Dios, que no nos mira desde lejos, sino que desciende a nuestro barro y asume nuestras debilidades, cargando sobre sus espaldas nuestra pobreza y nuestro pecado.

Santa Teresa de Jesús (1515-1582) afirma que «en la cocina, entre los pucheros anda el Señor». Por eso, la mística carmelita es una mística de lo ordinario. Tanto ella como san Juan de la Cruz enseñan que a Dios no hay que buscarle en lo extraordinario, en lo espectacular, sino en la sencillez de los acontecimientos cotidianos, en los trabajos de cada día, en nuestro caminar por las sendas de la vida, guiados por la fe, que ilumina nuestras noches.

La mística carmelita santa María de Jesús Crucificado (Miriam Bawardy, 1846-1878), decía: «Bienaventurados los pequeños. Ellos caben en cualquier sitio, pero los grandes tienen dificultades para entrar en todas partes. Jesús nació en una cueva y sigue viviendo en las cuevas y lugares pobres. Pregunto al Altísimo: ¿Dónde habitas? Y él me responde: Cada día busco una casa y nazco nuevamente en una cueva, en un lugar pobre. Soy feliz en un alma pequeña, en un pesebre. Cada vez que pregunto a Jesús dónde habita, él siempre me responde: En una cueva. ¿Sabes cómo he vencido al enemigo? Naciendo en lo más bajo».

También enseñaba: «La santidad no consiste solo en rezar, ni en tener visiones o revelaciones, ni en la ciencia del bien hablar, ni en llevar cilicios y hacer penitencias. La santidad consiste en crecer en la humildad. La humildad es la paz, es la reina. El alma humilde siempre es feliz. Lo que turba el corazón es el orgullo. Un corazón humilde es un jarrón, un cáliz que contiene a Dios. El Señor nos enseña que un alma humilde, verdaderamente humilde, hará milagros aún más grandes que los de los antiguos profetas… En el paraíso los árboles más hermosos son aquellos que han pecado más, pero se han servido de sus miserias, como los árboles se sirven de estiércol, para crecer. En el infierno se encuentran todas las virtudes menos la humildad, en el paraíso se encuentran todos los defectos menos el orgullo».

Es la misma doctrina de santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897), que supo descubrir a Dios en su debilidad, acompañando su pobreza y revistiéndola de su gracia, ayudándola en su caminar.


Hermanos, en esta Navidad dejémonos iluminar por la luz del portal de Belén, que nos enseña a encontrar a Dios en lo más pequeño, en lo más sencillo, en lo más cotidiano.

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