lunes, 3 de noviembre de 2025

Noviembre nos invita a reflexionar en la esperanza cristiana


Noviembre, con su aire melancólico, nos invita a detener el paso y contemplar el misterio del tiempo y de la vida. Las hojas que caen, los días que se acortan y el frío que se adueña de la tierra nos recuerdan que todo en este mundo es pasajero. Pero, para el creyente, esta caducidad no es motivo de tristeza, sino de esperanza: así como los árboles se despojan para prepararse al invierno, también nosotros estamos llamados a desprendernos de lo que pasa, para que florezca en nosotros la vida eterna.

Comenzamos el mes celebrando a todos los santos y orando por todos los difuntos. La liturgia nos hace levantar la mirada hacia el cielo y contemplar la comunión invisible que une a quienes aún peregrinamos con quienes ya han alcanzado la meta. Los santos interceden por nosotros y nosotros rezamos por quienes necesitan aún la purificación del amor. En esa corriente de oración, el Cuerpo de Cristo se mantiene vivo y respira esperanza.

La Palabra de Dios, en estos días, nos exhorta a velar y a mantener encendida la lámpara del amor. “A la tarde de la vida seremos examinados en el amor”, escribió san Juan de la Cruz. El Señor nos pedirá cuenta de los talentos recibidos. Esta advertencia no pretende infundirnos temor, sino animarnos a vivir con hondura, con la mirada fija en la meta final. Porque el término de todo no es la oscuridad, sino la luz de Cristo glorioso, Rey del universo.

Su trono fue la cruz, y su corona, de espinas. En el rostro doliente del Crucificado se revela la majestad del amor que salva. Junto a la cruz escuchamos el ruego del buen ladrón: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Y allí mismo, en medio del dolor, resuena la promesa: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ese “hoy” eterno es la esperanza que sostiene nuestra fe: el Reino que no pasa, el triunfo de la misericordia sobre la muerte.

Así concluirá el mes y el año litúrgico, abriéndose al Adviento, tiempo de espera y de promesa. Todo en la Iglesia respira esperanza: el fin y el comienzo se abrazan en Cristo. Él es el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el Señor del tiempo y de la historia. En sus manos descansamos, y con el salmista proclamamos: «¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor!»

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