En el evangelio del domingo 29 del Tiempo Ordinario (Lc 18,1-8), Jesús nos invita a perseverar en la oración «sin desanimarnos nunca». La parábola de la viuda insistente, que logra ser escuchada por un juez injusto a fuerza de perseverar, es una llamada a orar con confianza y tenacidad. Si incluso un juez sin corazón acaba cediendo ante la súplica perseverante, ¿cuánto más escuchará el Dios bueno a quienes le invocan con fe?
La enseñanza es clara: Dios no permanece indiferente; escucha siempre y da «cosas buenas» (Mt 7,11), el «Espíritu Santo» (Lc 11,12), aunque a veces su respuesta no coincida con nuestros tiempos o expectativas. Por eso Jesús termina con una pregunta incisiva: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8).
Esta perseverancia no es pasiva ni resignada: es la expresión viva de la fe. En un mundo que a menudo se queja del aparente silencio de Dios, somos llamados a orar en la noche, a llamar a puertas que parecen cerradas, convencidos de que «si el afligido invoca al Señor, él lo escucha» (Sal 34,7).
Santa Teresa de Jesús hablaba de una «determinada determinación» para perseverar en la oración pese a sequedades, contradicciones o fracasos aparentes.
San Juan de la Cruz exhorta a no detenerse en las «flores» del camino (los consuelos o distracciones) ni a temer las «fieras» (las dificultades), sino a avanzar con decisión hacia la unión con el Amado:
«Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas,
ni cogeré las flores
ni temeré las fieras
y pasaré los fuertes y fronteras» (Cántico espiritual, 3,1).
La primera lectura (Ex 17,8-13) ofrece una imagen poderosa de esta perseverancia: mientras Josué combate contra Amalec, Moisés, con los brazos levantados en oración, sostiene la batalla. Cuando sus manos se cansan, Aarón y Jur las sostienen hasta el final del combate. Así es también la Iglesia: algunos luchan activamente, otros sostienen al pueblo con su oración silenciosa. La victoria no se obtiene solo con el esfuerzo humano, sino con la intercesión perseverante. Del mismo modo, todos estamos llamados a sostenernos unos a otros en la oración, conscientes de que sin ella la Iglesia no puede vencer las batallas espirituales de nuestro tiempo.
La segunda lectura (2 Tim 3,14-4,2) recuerda que la fuerza de esta oración nace de la Palabra de Dios. «Permanece en lo que has aprendido», exhorta san Pablo, porque la Escritura forma al creyente y lo capacita «para toda obra buena». La primera y más fundamental de esas obras es la oración misma, con la certeza de que Dios actúa en el silencio y responde siempre con lo que más conviene.
En definitiva, la liturgia de este domingo nos recuerda que la oración perseverante es el corazón de la vida cristiana. No es un gesto marginal ni una devoción secundaria: es el acto de fe por excelencia, la expresión de una relación viva con Dios. Perseverar en la oración, como la viuda del evangelio, como Moisés con los brazos en alto, como Teresa y Juan en su camino hacia el Amado, es caminar sin rendirse hacia la meta de la unión con Cristo. Solo así, cuando vuelva el Hijo del Hombre, encontrará en nosotros la fe que persevera y confía.
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