La Biblia da testimonio de que los israelitas, en sus oraciones, hacían memoria de los antepasados justos, a los que consideraban intercesores ante Dios:
- «Acuérdate de Abrahán, Isaac y Jacob, siervos tuyos» (Éx 32,13).
- «No nos retires tu amor, por Abrahán, tu amigo, por Isaac, tu siervo, por Israel, tu consagrado» (Dan 3,34-35).
- «Por amor a David, tu siervo, no des la espalda a tu ungido» (Sal 132 [131],10).
Los primeros cristianos veneraban especialmente a los apóstoles y demás discípulos y parientes del Señor. También a los mártires, que habían dado la vida por amor a Cristo, celebrando cada año una memoria en su honor en el aniversario de su martirio.
Pronto surgió en el oriente cristiano una fiesta en honor de todos los mártires. Después fue asumida también por Roma y las Iglesias de occidente.
Por influencia de esa fiesta, el año 609 el papa Bonifacio IV consagró el Panteón de Roma (antiguo templo pagano en honor de todos los dioses, levantado en el siglo I a.C. y reedificado en el siglo II d.C., que en el siglo VII estaba abandonado), dedicándolo a la Virgen María y a todos los mártires.
Así, el antiguo edificio levantado por Agripa en honor de todas las divinidades paganas se convirtió en un templo consagrado al culto del único Dios vivo y verdadero, que comunica su vida a los hombres, el único que puede «divinizarnos», haciéndonos partícipes de su gloria.
La fiesta en honor de todos los mártires se convirtió pronto en una fiesta en honor de todos los santos, esa «muchedumbre inmensa, que nadie puede contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9).
En tiempos del papa Gregorio IV (827-844) se fijó su celebración el 1 de noviembre. Así se conmemoraba no solo a aquellos cuyos nombres venían recogidos en los catálogos o «martirologios», sino también a los que ya han alcanzado la plenitud de la vida, aunque permanezcan desconocidos para la mayoría.
En ese día debemos recordar que los santos:
Así, el antiguo edificio levantado por Agripa en honor de todas las divinidades paganas se convirtió en un templo consagrado al culto del único Dios vivo y verdadero, que comunica su vida a los hombres, el único que puede «divinizarnos», haciéndonos partícipes de su gloria.
La fiesta en honor de todos los mártires se convirtió pronto en una fiesta en honor de todos los santos, esa «muchedumbre inmensa, que nadie puede contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9).
En tiempos del papa Gregorio IV (827-844) se fijó su celebración el 1 de noviembre. Así se conmemoraba no solo a aquellos cuyos nombres venían recogidos en los catálogos o «martirologios», sino también a los que ya han alcanzado la plenitud de la vida, aunque permanezcan desconocidos para la mayoría.
En ese día debemos recordar que los santos:
- Son modelos de vida para los cristianos.
- Interceden por nosotros ante el Señor.
- Alimentan nuestra fe y esperanza en la vida eterna.
Es también una buena ocasión para que recordemos que todos los creyentes estamos llamados a tender a la santidad, que santa Teresa de Jesús interpreta como plenitud de vida humana y sobrenatural.
Así explica la fiesta el papa Francisco: «Con toda la Iglesia celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos. Recordamos así, no sólo a aquellos que han sido proclamados santos a lo largo de la historia, sino también a tantos hermanos nuestros que han vivido su vida cristiana en la plenitud de la fe y del amor, en medio de una existencia sencilla y oculta. Seguramente, entre ellos hay muchos de nuestros familiares, amigos y conocidos. Celebramos, por tanto, la fiesta de la santidad. Esa santidad que, tal vez, no se manifiesta en grandes obras o en sucesos extraordinarios, sino la que sabe vivir fielmente y día a día las exigencias del bautismo. Una santidad hecha de amor a Dios y a los hermanos» (Homilía 01-11-2016).
El día siguiente, 2 de noviembre, se celebra la conmemoración de todos los fieles difuntos. La cercanía de estas dos celebraciones ayuda a comprender el significado de la «comunión de los santos», ya que en el cuerpo místico de Cristo, los vivos oramos por los difuntos (para que Dios les dé el perdón y la paz eterna) y los que ya han alcanzado la patria definitiva oran por nosotros (para que Dios no tenga en cuenta nuestras faltas y nos trate con misericordia).
Benedicto XVI explicó así la manera correcta de vivir dichas celebraciones: «Quiero invitar a vivir este día según el auténtico espíritu cristiano, es decir, en la luz que proviene del misterio pascual. Cuando visitemos los cementerios, recordemos que allí, en las tumbas, descansan solo los restos mortales de nuestros seres queridos, en espera de la resurrección final. Sus almas –como dice la Escritura– ya “están en las manos de Dios” (Sab 3,1). Por lo tanto, el modo más propio y eficaz de honrarlos es rezar por ellos, ofreciendo actos de fe, de esperanza y de caridad. En unión con el sacrificio eucarístico, podemos interceder por su salvación eterna y experimentar la más profunda comunión, en espera de reunirnos con ellos, a fin de gozar para siempre del amor que nos ha creado y redimido» (Ángelus, 01-11-2009).
El Señor nos conceda vivir con gozo y paz las celebraciones en honor de todos los santos y de todos los difuntos.
El día siguiente, 2 de noviembre, se celebra la conmemoración de todos los fieles difuntos. La cercanía de estas dos celebraciones ayuda a comprender el significado de la «comunión de los santos», ya que en el cuerpo místico de Cristo, los vivos oramos por los difuntos (para que Dios les dé el perdón y la paz eterna) y los que ya han alcanzado la patria definitiva oran por nosotros (para que Dios no tenga en cuenta nuestras faltas y nos trate con misericordia).
Benedicto XVI explicó así la manera correcta de vivir dichas celebraciones: «Quiero invitar a vivir este día según el auténtico espíritu cristiano, es decir, en la luz que proviene del misterio pascual. Cuando visitemos los cementerios, recordemos que allí, en las tumbas, descansan solo los restos mortales de nuestros seres queridos, en espera de la resurrección final. Sus almas –como dice la Escritura– ya “están en las manos de Dios” (Sab 3,1). Por lo tanto, el modo más propio y eficaz de honrarlos es rezar por ellos, ofreciendo actos de fe, de esperanza y de caridad. En unión con el sacrificio eucarístico, podemos interceder por su salvación eterna y experimentar la más profunda comunión, en espera de reunirnos con ellos, a fin de gozar para siempre del amor que nos ha creado y redimido» (Ángelus, 01-11-2009).
El Señor nos conceda vivir con gozo y paz las celebraciones en honor de todos los santos y de todos los difuntos.
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