En las entradas anteriores hemos tenido ocasión de hablar de los orígenes de la Iglesia, tal como cuentan los Hechos de los apóstoles, y de las primeras dificultades que surgieron entre los primeros cristianos y los judíos. Estos últimos consideraban a los cristianos como una secta surgida en su seno, pero que había que rechazar.
La difícil convivencia con los judíos hizo comprender a los primeros cristianos que ellos no eran grupo con características propias dentro de Israel, sino el nuevo pueblo de Dios, en el que se han cumplido las promesas antiguas de Dios hechas a los padres por medio de los profetas.
Cuando la comunidad primitiva se abre a la aceptación de paganos y se forma una Iglesia de judíos y gentiles, se conserva la conciencia de ser el pueblo de Dios, heredero de las promesas hechas a Israel. San Pablo lo explicará así:
Está claro que para salvarse hay que pertenecer al Pueblo de Dios, ser descendiente de Abrahán, porque las promesas son para él y su descendencia. Pero uno no se convierte en descendiente de Abrahán solo por el nacimiento, ni por la circuncisión o la observancia de la Ley.
Él no fue justificado por estas cosas, sino por su fe. Por eso, para ser descendiente suyo, heredero con él, hay que creer como él. Los que creen en Cristo, en quien Dios cumple todas las promesas hechas a Abrahán y a sus descendientes, entran a formar parte del pueblo de la alianza, independientemente de cuál sea su pueblo de proveniencia (Rom 4, Gál 3).
Por eso no debe hacerse distinción entre los cristianos provenientes del judaísmo y los provenientes de los otros pueblos. Los privilegios de Israel alcanzan a todos cuantos creen en Cristo: Abrahán es su padre (Rom 4,12) y ellos son los herederos (Gál 3,29), los hijos de la promesa (Gál 4,28). Por eso, Santiago llega a saludar a los cristianos en su carta como las “doce tribus dispersas entre los pueblos” (Sant 1,1).
San Pablo sufría al ver que sus hermanos de raza rechazaban a Cristo (Rom 9,1-5), pero insiste en que no todos los que descienden de Israel son por eso automáticamente miembros del pueblo de Dios, ya que “ser de la raza de Abrahán no le hace a uno miembro del pueblo de Dios, sino que son verdaderos descendientes de Abrahán aquellos en quienes se cumple la promesa...” (Rom 9,6-13).
La promesa se cumple en los que tienen fe en Cristo: “La Ley tiene su cumplimiento en Cristo, por el que Dios concede la salvación a todo el que cree... Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará” (Rom 10,4-13). Ahora el pueblo de Dios está formado por un resto fiel del viejo Israel (Rom 11,5) al que se unen todos los paganos que llegan a la fe (Rom 11,11-20).
Pero Dios, que es fiel a sus promesas, en su momento también dará la salvación al viejo Israel, reincorporándolo en su pueblo santo, aunque el cómo y el cuándo sea un misterio que solo Dios mismo conoce (Rom 11,25-29).
De momento queda claro que en el pueblo de Dios no puede haber diferencia por el origen: judíos y gentiles entran a formar parte de él por la fe, no por su nacimiento. En principio tampoco hay diferencia entre los sexos: Jesús llamó a hombres y mujeres para que fueran sus discípulos (Mc 15,40s; Lc 8,1-3), por lo que en el nuevo orden del Reino de Dios, que se hace realidad en el pueblo de Dios que Jesús forma, no cabe la exclusión de nadie por motivos de raza, de sexo o de condición social:
Por eso no debe hacerse distinción entre los cristianos provenientes del judaísmo y los provenientes de los otros pueblos. Los privilegios de Israel alcanzan a todos cuantos creen en Cristo: Abrahán es su padre (Rom 4,12) y ellos son los herederos (Gál 3,29), los hijos de la promesa (Gál 4,28). Por eso, Santiago llega a saludar a los cristianos en su carta como las “doce tribus dispersas entre los pueblos” (Sant 1,1).
San Pablo sufría al ver que sus hermanos de raza rechazaban a Cristo (Rom 9,1-5), pero insiste en que no todos los que descienden de Israel son por eso automáticamente miembros del pueblo de Dios, ya que “ser de la raza de Abrahán no le hace a uno miembro del pueblo de Dios, sino que son verdaderos descendientes de Abrahán aquellos en quienes se cumple la promesa...” (Rom 9,6-13).
La promesa se cumple en los que tienen fe en Cristo: “La Ley tiene su cumplimiento en Cristo, por el que Dios concede la salvación a todo el que cree... Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará” (Rom 10,4-13). Ahora el pueblo de Dios está formado por un resto fiel del viejo Israel (Rom 11,5) al que se unen todos los paganos que llegan a la fe (Rom 11,11-20).
Pero Dios, que es fiel a sus promesas, en su momento también dará la salvación al viejo Israel, reincorporándolo en su pueblo santo, aunque el cómo y el cuándo sea un misterio que solo Dios mismo conoce (Rom 11,25-29).
De momento queda claro que en el pueblo de Dios no puede haber diferencia por el origen: judíos y gentiles entran a formar parte de él por la fe, no por su nacimiento. En principio tampoco hay diferencia entre los sexos: Jesús llamó a hombres y mujeres para que fueran sus discípulos (Mc 15,40s; Lc 8,1-3), por lo que en el nuevo orden del Reino de Dios, que se hace realidad en el pueblo de Dios que Jesús forma, no cabe la exclusión de nadie por motivos de raza, de sexo o de condición social:
“Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay entre vosotros judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, ya que todos sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abrahán herederos según la promesa” (Gal 3,26-29).
Aquellos que creen en Cristo y se insertan en su Cuerpo mediante el bautismo directamente pasan a formar parte del Pueblo de Dios, en el que están eliminadas las contraposiciones vigentes en las demás sociedades (1Cor 12,12s).
Aquellos que creen en Cristo y se insertan en su Cuerpo mediante el bautismo directamente pasan a formar parte del Pueblo de Dios, en el que están eliminadas las contraposiciones vigentes en las demás sociedades (1Cor 12,12s).
Esto debe vivirse ya como anticipo y promesa de que lo que Dios realizará para toda la humanidad en el tiempo futuro, que ya ha comenzado en la Iglesia. Si no somos capaces de vivirlo así, la Sagrada Escritura siempre será una denuncia y un estímulo para que lo sigamos intentando.
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