martes, 20 de abril de 2021

Los orígenes del cristianismo y los elementos esenciales de su identidad


Cada año, durante el tiempo pascual, la Iglesia reflexiona sobre sus orígenes, leyendo en las misas los textos "fundacionales", para buscar en ellos lo esencial del cristianismo, por encima de las diversas tradiciones que se han desarrollado a lo largo de los siglos.

Ya hemos dedicado varias entradas a hablar de los orígenes de la Iglesia. En esta entrada haremos un resumen y una presentación general de este argumento.

Jesús era judío, miembro del pueblo de Israel, por lo que sus gestos y sus palabras solo se entienden en la tradición de sus mayores, aunque su persona y su mensaje trascienden sus orígenes y son universales.

Las noticias sobre los primeros pasos de la Iglesia las encontramos en el libro de los Hechos de los apóstoles, en los que san Lucas describe cómo se difunde la predicación cristiana desde Jerusalén hasta Roma. 

En este relato son protagonistas san Pedro (en la primera parte, capítulos 1-12) y san Pablo (en la segunda parte, capítulos 13-28).

En torno a la predicación de los apóstoles se fue formando una comunidad a la que los judíos llamaron «secta de los nazarenos» y que externamente era un grupo más, aunque con características propias, dentro de la pluralidad del judaísmo de aquel tiempo, en el que había muchas «sectas» (la palabra no tenía un sentido peyorativo, sino que se refería a «grupos» o «partidos»): fariseos, saduceos, esenios, zelotes, etc. 

La mayor parte de los primeros cristianos era natural de Palestina, como Jesús. Por lo tanto, hablaba arameo, su mentalidad era semita, leía el Antiguo Testamento en hebreo y se sentía muy arraigada a las tradiciones judías.

Pero también había un grupo de fieles que había venido de las comunidades judías en la diáspora (extendidas por el extranjero), hablaba griego, su mentalidad era helenista, leía el Antiguo Testamento en griego y no estaba tan apegado a la ley mosaica.

La unión entre estos dos grupos de personas no presentó problemas en un principio. En las reuniones, que se celebraban en las casas, se escuchaba la enseñanza de los apóstoles, se celebraba la «fracción del pan» y se compartían los bienes. 

Pronto surgió el primer conflicto. En todas las sinagogas había una caja común, en la que se depositaban las limosnas para dar de comer a los pobres de la comunidad (viudas, huérfanos y enfermos). Los cristianos montaron también un «servicio a la mesa». Los helenistas (los que venían del extranjero) se quejaron de que los judeocristianos (los naturales de Palestina) no atendían bien a sus viudas. 

Para solucionar el problema, los apóstoles nombraron a siete diáconos (todos con nombres griegos) para que se encargaran del servicio de la mesa y les ayudaran en su predicación (Hch 6,1-6). Esta separación entre los dos grupos se fue agudizando y terminó por crear fuertes tensiones en la convivencia.

Los judíos observantes estaban contentos con los judeocristianos, aunque no tenían a los helenistas por buenos judíos (ya que no consideraban obligatoria la circuncisión ni otras prácticas rituales, porque pensaban que habían quedado superadas por el modo de obrar de Jesucristo). Así que empezaron a expulsarlos de sus sinagogas.

El año 34, Esteban, uno de los siete diáconos, fue apedreado porque predicaba que la ley de Moisés había sido abrogada por Jesucristo (Hch 6,8ss). Ninguno de los Doce fue molestado en esta ocasión, pero los helenistas abandonaron la ciudad (Hch 8,1). En su huida, no solo anunciaron el evangelio a los judíos, sino también a los paganos. 

La conversión de paganos fue numerosa en Antioquía de Siria (en la actual Turquía), donde empezaron a llamar «cristianos» a los seguidores de Jesús (Hch 11,19ss). Allí se formó una comunidad creyente llena de vida y entusiasmo.

Los apóstoles enviaron desde Jerusalén a Bernabé, para que se informara de lo que estaba sucediendo en Antioquía. Este quedó gratamente impresionado de lo que allí encontró, por lo que apoyó entusiasmado la iniciativa, buscó a Pablo y permanecieron allí un año (Hch 11,26). 

Desde allí comenzaron sus viajes misioneros, que extendieron el cristianismo por todos los territorios del Imperio romano, y allí regresaron después de cada viaje. De hecho, Jerusalén conservó un primado simbólico, pero Antioquía fue el verdadero motor del cristianismo naciente. 

El cristianismo, que había empezado como un discreto movimiento rural, en una provincia periférica del Imperio romano, se hizo urbano y fue extendiéndose en todas las capas de la sociedad.

El problema de las relaciones con el judaísmo, de donde procedía, seguía sin solucionarse de forma clara. Pedro bautizó a un centurión romano (Hch 10,24ss), lo que causó un gran disgusto entre los judeocristianos que opinaban, contra los helenistas, que era esencial pertenecer a Israel y cumplir las leyes mosaicas para salvarse. 

Desde Jerusalén, algunos hermanos intentaban imponer la vieja mentalidad entre los cristianos evangelizados por Pablo (Hch 15,1ss), creando desconfianza y enfrentamientos entre los creyentes. 

En el año 49, reunidas en Jerusalén las personas más representativas de la Iglesia, acordaron enviar a los fieles de Antioquía una carta en los siguientes términos: «El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponeros más cargas de las necesarias. Por lo tanto, solo os mandamos que no comáis carne inmolada a los ídolos, que os abstengáis de la sangre, de carne de animales estrangulados y de la fornicación» (Hch 15,28s). Esto era un avance, pero no zanjó la cuestión. Un incidente posterior obligó a replanteárselo desde la raíz. 

Estando Pedro en Antioquía, se comportaba como los griegos en cuanto a comidas, vestidos y demás costumbres; pero al llegar a la comunidad un grupo de judeocristianos, cambió de actitud, por miedo a ellos. Pablo se enfrentó a él con dureza (Gál 2,14). A partir de entonces quedó establecido que ninguna norma judía era necesaria para ser cristiano. 

La solución del problema creó la conciencia clara de que el cristianismo no era una secta judía, sino una nueva realidad, con pretensiones de universalidad y con Jesucristo como único punto de referencia y única causa de salvación.

Quedó claro que en el pueblo de Dios no puede haber diferencia por el origen ni por las costumbres culturales, como el idioma, la manera de vestirse o de cocinar, etc. Judíos y gentiles entran a formar parte de la Iglesia por la fe, no por su nacimiento. 

Esto les llevó al convencimiento de que tampoco debería haber diferencias por otros motivos. De hecho, Jesús llamó a hombres y mujeres para que fueran sus discípulos (Mc 15,40s; Lc 8,1-3), y tuvo amistad con ricos y pobres, considerando a todos hermanos, por lo que en el nuevo orden del reino de Dios no cabe la exclusión de nadie por motivos de raza, de sexo o de condición social, tal como explica san Pablo en este texto: 

«Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay entre vosotros judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, ya que todos sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abrahán, herederos según la promesa» (Gál 3,26-29, cf. Rom 1,16; Col 3,11). 

Aquellos que creen en Cristo y se insertan en su Cuerpo mediante el bautismo directamente pasan a formar parte del Pueblo de Dios, en el que están eliminadas las contraposiciones vigentes en las demás sociedades (1Cor 12,12s). Esto debe vivirse ya como anticipo y promesa de que lo que Dios realizará para toda la humanidad en el tiempo futuro, que ya ha comenzado en la Iglesia. 

Esto fue una gran novedad en una sociedad de desiguales, en la que los derechos se recibían de la familia y del lugar de proveniencia. Los cristianos, por el contrario, consideraban a todos hijos del mismo Dios y hermanos entre sí, necesitados por igual de salvación, por lo que se abrían a una nueva manera de comprender la identidad humana y las relaciones sociales: 

«Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y todos son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo» (Rom 3,23-24).

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