viernes, 15 de noviembre de 2024

Los orígenes de la teología. 1- La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas


Hay quienes piensan que la filosofía y la teología son materias que solo interesan a unos pocos, que no tienen nada que ver con la vida práctica del común de los mortales. Pero se equivocan, porque la búsqueda del sentido de la vida es una cuestión que nos afecta a todos. Nos lo recuerdan las numerosas depresiones de personas que no encuentran sentido a su existencia.

Antes o después, la mayoría de los seres humanos nos preguntamos por el significado de las cosas y de los acontecimientos, por el sentido de la vida y por nuestro destino. No de una manera abstracta (la vida y el destino del ser humano), sino personal (mi vida y mi destino). De hecho, Kant resumía la filosofía en el esfuerzo del hombre por responder a tres preguntas fundamentales: ¿quién soy yo?, ¿de dónde vengo? y ¿qué me cabe esperar? De una forma o de otra, cada uno se plantea estas cuestiones alguna vez en la vida y todas las tradiciones culturales intentan dar una respuesta. Estos interrogantes surgen de la misma estructura del hombre, que necesita conocer para poder tomar las decisiones correctas. Lo vemos en los niños, que de una manera instintiva se preguntan por el nombre, la función y el sentido de las cosas: ¿qué es esto?, ¿para qué sirve?, ¿cómo funciona?, ¿por qué esto es así?

Esta curiosidad natural ha hecho posible el avance de las ciencias a lo largo de los siglos. El hombre es un ser inteligente y no puede renunciar a buscar el sentido de las cosas. La pérdida del deseo de aprender es una clara señal de que estamos envejeciendo. El hombre creyente, como es natural, también se pregunta por los contenidos de su fe. 

San Anselmo de Canterbury (1033-1109) escribió que «la teología es la fe que busca entenderse a sí misma». Y añadió: «Señor, yo no pretendo penetrar en tu profundidad. ¿Cómo iba a comparar mi inteligencia con tu misterio? Pero deseo comprender de algún modo esa verdad que creo y que mi corazón ama. No busco comprender para creer, sino que creo primero, para esforzarme luego en comprender. Porque sé que si no empiezo por creer, no comprenderé jamás». Como san Anselmo, todos los cristianos deberíamos profundizar en lo que ya creemos para poder «dar razón de nuestra esperanza» a todo el que nos pida cuentas (1Pe 3,15).

Lo que queda claro es que en este campo lo primero no es la reflexión (como en el caso de la filosofía), sino la fe. Dice san Pablo que «la fe entra por el oído» (Rom 10,17). Por lo tanto, en primer lugar viene la predicación del evangelio, el anuncio de Cristo muerto y resucitado, de su vida y de sus enseñanzas. Nadie puede inventar los contenidos de la fe, sino que debe recibirlos como un don que viene de Dios por Cristo en su Iglesia. 

Cuando ya hemos acogido a Cristo en nuestra vida, inmediatamente nos llega el deseo de profundizar en sus enseñanzas, de conocer mejor los contenidos de nuestra fe. La falta de interés de muchos de nuestros contemporáneos por formarse cristianamente viene de su débil fe. Lo normal es que quien la posee, desee cultivarla y acrecentarla.

Estas páginas responden a ese deseo de profundizar en los contenidos esenciales de la fe cristiana. Intento usar palabras sencillas, pero no por eso dejan de ser teología, reflexión creyente sobre los contenidos de la fe.

«Cuando profesamos nuestra fe, comenzamos diciendo “creo” o “creemos”. Antes de exponer la fe de la Iglesia tal como es confesada en el Credo, celebrada en la liturgia, vivida en la práctica de los mandamientos y en la oración, nos preguntamos qué significa “creer”. La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida» (Catecismo, 26).

Puntos para la reflexión y oración

En la siguiente poesía, el autor afirma que «ha visto» a Dios en su infancia, cuando sabía mirar con ojos limpios a su alrededor. Y quiere recuperar aquella mirada inocente. Por eso pide al Señor que aumente su fe, para que pueda seguir «viéndolo» en los acontecimientos de cada día. Al inicio de nuestras reflexiones sobre el Credo, pidamos al Señor Jesús que acreciente en nosotros la luz de la fe.

Poesía de Gerardo Diego (1896-1987)

Porque, Señor, yo te he visto
y quiero volverte a ver,
quiero creer.

Te vi, sí, cuando era niño
y en agua me bauticé,
y, limpio de culpa vieja,
sin velos te pude ver.
Quiero creer.

Devuélveme aquellas puras
transparencias de aire fiel,
devuélveme aquellas niñas
de aquellos ojos de ayer.
Quiero creer.

Limpia mis ojos cansados,
deslumbrados del cimbel,
lastra de plomo mis párpados
y oscurécemelos bien.
Quiero creer.

Ya todo es sombra y olvido
y abandono de mi ser.
Ponme la venda en los ojos.
Ponme tus manos también.
Quiero creer.

Tú que pusiste en las flores 
rocío, y debajo miel,
filtra en mis secas pupilas
dos gotas frescas de fe.
Quiero creer.

Porque, Señor, yo te he visto
y quiero volverte a ver,
creo en ti y quiero creer.

Poemilla de Luis Cobiella Cuevas (1925-2013)

Estoy sobre la palma de tu mano
tranquilo como un niño.
No la quites, Señor; fuera de ella
ha extendido la nada sus abismos.

Oración del beato Pablo VI para pedir la fe

Señor Jesús, yo creo y quiero creer en ti. Haz que mi fe sea plena, haz que mi fe sea libre, haz que mi fe sea cierta, haz que mi fe sea gozosa, haz que mi fe sea operante, haz que mi fe sea fuerte, haz que mi fe sea humilde. Que no tema la contradicción de los problemas cuando es plena la experiencia de nuestra vida ávida de luz. Que no tema la oposición de quien la discute, la impugna, la rechaza, la niega; sino que se refuerce en la prueba íntima de tu verdad, resista la fatiga de la crítica, se corrobore con la afirmación continua que sobrepasa las dificultades dialécticas y espirituales en que se desenvuelve nuestra existencia temporal. Amén.

Tomado de mi libro "La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas", editorial Monte carmelo, Burgos, 2017, ISBN: 978-84-8353-865-4, páginas 15-20. 

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