sábado, 30 de junio de 2018

Cristina Sánchez recuerda su peregrinación a Tierra Santa


Mi viaje a Tierra Santa: Un experiencia de fe. El paso de los días no aleja ni hace olvidar cada uno de los instantes vividos en esta peregrinación a Tierra Santa. Todos y cada uno de los momentos que allí compartí han sido un regalo. Lo he vivido muy intensamente y he podido disfrutar de cada lugar plenamente desde sus amaneceres hasta sus anocheceres, quería verlo todo, experimentarlo todo, empaparme de todo.

Recorrer de la mano del padre Eduardo lugares tan significativos, llenos de fe y de historia, ha sido maravilloso y muy enriquecedor. Nada me ha dejado indiferente: El Monte Carmelo, Nazaret, Belén, Monte de las Bienaventuranzas, Cafarnaún, el lago Tiberíades donde transcurrió gran parte de la vida de Jesús -y que me emocionó de una manera especial-, la misa en la parroquia de Haifa donde pude sentir el fervor y la devoción de sus feligreses quienes, sin darse cuenta, se han convertido en todo un ejemplo de vida para mí. 

Me suelen preguntar qué lugar me ha emocionado más, con qué me quedaría… y te das cuenta de que es una pregunta a la que no puedes dar respuesta. Cada lugar, cada rincón es tremendamente especial y, posiblemente, a cada uno de nosotros nos ha llegado un sitio o un momento más que otro, pero yo en mi caso no podría elegir. Todo es único.

Los tres días en Jerusalén fueron de una intensidad difícil de asimilar y, en algunos momentos, notas que el cuerpo no está preparado para tanta emoción y parece que fuera a estallar. Es verdad que ves Jerusalén tan cambiada que resulta complicado imaginarte la Jerusalén que Jesús vivió y recorrió pero, esto es solo la primera sensación, porque luego, no sé de qué manera, te involucras y entras a formar parte de su historia recorriendo sus calles empedradas, visitando sus iglesias, rezando el Vía Crucis, respirando su aire y dejándote envolver por la magia de esta ciudad.

En el Monte de los Olivos no te resulta nada difícil ver a Jesús, imaginar sus últimos momentos y sentir cómo allí experimentó la última soledad, cómo allí cayó rostro en tierra como muestra de un abandono total y cómo allí Él luchó por mí.

Tremendamente especial fue visitar el santo Sepulcro y el Calvario, donde pensé las veces que había rezado delante de un crucifijo, pero que solo allí, en ese momento, lo hacía por vez primera en el lugar donde Él fue crucificado y entonces solo puedes abandonarte y sentirte amado.

Como cierre perfecto a este viaje supimos que, en nuestro último día en Jerusalén, la Basílica del Santo Sepulcro estaría abierta toda la noche, así que pudimos estar allí en la oscuridad de la noche, en el silencio, sin apenas turistas y recorriendo cada uno de sus lugares, incluso acompañando a los franciscanos en su liturgia de las horas. ¡Otro regalo!

Después de este viaje solo puedo dar gracias. Gracias al Padre Eduardo – con quién además me une un vínculo familiar  por dejarme vivir esta experiencia de fe de su mano y por guiarme. Gracias también a mi querido Abel por estar tan pendiente de cada uno de nosotros, por cuidarnos y por la perfecta organización de un grupo tan numeroso. Mis hermanos y yo os llevamos en el corazón.

Y gracias a cada uno de vosotros que me habéis acompañado. Con algunos he podido conversar más, con otros he intercambiado una sonrisa, un saludo, con otros he compartido un abrazo, y otros habéis entrado en mi vida para quedaros, pero muchos me habéis llegado al alma y cuando las almas se rozan eso perdura para siempre.

Para todos aquellos que tengáis dudas sobre visitar estos santos lugares os animo a hacerlo y a que viváis esta experiencia de fe que os ayudará a profundizar en ella y a comprender mejor muchos pasajes del Evangelio.

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