lunes, 25 de septiembre de 2017

Plataformas de consumo colaborativo


Hoy comienzo un curso de ejercicios espirituales con las carmelitas descalzas de León (en España, no en el León de México). Llegué ayer por la noche desde mi convento de Zaragoza en un viaje compartido buscado a través de la plataforma blablacar.

En mis desplazamientos, yo uso mucho esta y otras plataformas similares (como amovens). Son económicas (los viajeros comparten los gastos), los conductores suelen ser flexibles para recogerte y dejarte en distintos lugares, y buscas el horario que más te convenga.

Además, eso me permite encontrar personas con las que difícilmente podría relacionarme en los contextos en que me muevo normalmente.

Ayer, por ejemplo, conducía el vehículo un joven entrenador de perros. Además de él, compartí el viaje con una joven muy agradable y un muchacho que es jugador profesional de rugby y tatuador.

La conversación se centró en el trabajo de ellos, en sus inquietudes y aficiones, aunque al final hablamos también de arte, de teología y de la crisis social que estamos atravesando.

Hasta ahora, nunca he tenido problemas de ningún tipo con las personas con las que he compartido el viaje. Al contrario, puedo decir que todos los encuentros han sido muy positivos para mí.

Este tipo de plataformas, por medio de las cuales la gente comparte viajes y otros servicios, están cambiando radicalmente la manera de desplazarnos, de relacionarnos e incluso de comprender el mundo.

Una federación de autobuses presentó una demanda judicial contra blablacar, acusándolos de competencia desleal, pero en febrero de este año 2017, después de un estudio serio, el juzgado desestimó la demanda, afirmando que “sin ninguna duda BlaBlaCar ha generado una plataforma no para organizar el transporte, sino para poner en contacto a particulares que quieren realizar un viaje juntos, y compartir determinados gastos del trayecto, y para dar calidad al servicio de contacto ha puesto unos márgenes y unos límites y un formato de actuación”. 

Esta sentencia es significativa, porque indica que están cambiando las maneras de relacionarse de las personas, de viajar, de asociarse para compartir los gastos (en este y otros aspectos de la vida). 

Es verdad que, cuando hay beneficios económicos, la legislación tiene que establecer unas normas y un control para que no haya abusos (de hecho, otro tipo de actividades, como el alquiler de viviendas vacacionales, está encontrando más dificultades). 

Pero no hay duda de que una nueva economía colaborativa es posible e incluso deseable. Hace poco hice uso de otra plataforma para envío de paquetes. Un padre de la comunidad tenía que mudarse y los presupuestos que pedí a varias empresas me parecieron carísimos. Por medio de esa plataforma online conseguí el mismo servicio por menos de un tercio del precio inicial. No hay duda de que la asociación entre privados para ayudarse puede abaratar los costes de muchos servicios.

En España hoy hay unas 500 empresas que ponen de acuerdo a los ciudadanos para el intercambio de bienes y servicios entre ellos. Algunos ofrecen clases privadas a cambio de la comida, o traducen textos a cambio de otros servicios, o permiten que la gente se preste objetos que necesitan solo una vez en lugar de comprarlos.

Repito, creo que estas actividades y otras similares tienen que estar reguladas, pagar impuestos si generan beneficios, tener sistemas de control para que no haya abusos, pero no hay duda de que pueden ayudar mucho a fomentar una economía solidaria.

Según los datos del primer informe sobre economía colaborativa en España, el 55% de la población española utilizó servicios de este tipo de economía al menos una vez en el último año (compra venta de objetos de segunda mano, intercambio de servicios, actividades con los gastos compartidos entre los participantes, etc.)

Hay estudios serios que indican que la economía colaborativa representa ya un 1,4% del PIB español. Estamos hablando de muchos millones de euros en movimiento. Es natural que estos temas generen desconfianza en algunos y temores en otros, pero no pueden ser ignorados.

Lo que está claro es que este tipo de iniciativas está cambiando radicalmente las relaciones humanas, laborales, económicas y culturales. Podemos ignorarlo o pensar que no va con nosotros, pero son cosas que, antes o después, nos afectan a todos.

En enero de 2014 la Unión Europea redactó un dictamen para regular el consumo colaborativo, que valoraba de la siguiente forma: «El consumo colaborativo representa la complementación ventajosa desde el punto de vista innovador, económico y ecológico de la economía de la producción por la economía del consumo. Además supone una solución a la crisis económica y financiera en la medida que posibilita el intercambio en caso de necesidad».

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