lunes, 5 de junio de 2017
Liturgia: Tiempo Ordinario
Pasadas las celebraciones del ciclo de la pasión, muerte y resurrección del Señor (la Cuaresma y la Pascua), hoy comienza el Tiempo Ordinario, del que ya he hablado en varias ocasiones para explicar su historia, teología litúrgica y espiritualidad. Aquí les recuerdo algunas ideas que ya hemos visto otras veces para situar el ciclo litúrgico que hoy comenzamos.
El misterio del Señor tiene su fundamento en la Pascua, y llena todos los días de la historia de la Iglesia «hasta que él vuelva» (cf. 1Cor 11,26).
Con la encarnación del Hijo de Dios, la eternidad entró en el tiempo. Y con su glorificación, Cristo introdujo al hombre temporal en la eternidad de Dios. Una vez que vino a nuestro encuentro, ya no se ha alejado de nosotros. La muerte de Cristo acabó con una forma de presencia, pero su resurrección y el don del Espíritu inauguraron otra, no menos real: la sacramental.
La Iglesia distribuye a lo largo del año litúrgico el anuncio de la Palabra de Dios y la celebración de los sacramentos, plenamente consciente de que sus celebraciones no son solo recuerdo de acontecimientos salvíficos ocurridos en el pasado. Ni tampoco son solo promesa de gloriosas realidades futuras. En la liturgia se hacen presentes el pasado y el futuro.
Como ya hemos explicado otras veces, las celebraciones de la Iglesia son memoriales; es decir, que al mismo tiempo recuerdan acontecimientos pasados, prometen realidades futuras y actualizan sacramentalmente lo que celebran.
Los llamados tiempos «fuertes» son: Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua. Cada uno presenta unas características propias muy claras: la esperanza en el regreso del Señor al final de los tiempos, para llevar su obra a plenitud; su encarnación, pasión, muerte y resurrección, culminada en el don del Espíritu.
Esos tiempos litúrgicos llenan aproximadamente un tercio del año civil. Las semanas restantes son llamadas «Tempus per annum» en los documentos latinos, traducido en los españoles por «Tiempo Ordinario».
La Iglesia las presenta así: «Además de los tiempos que tienen un carácter propio, quedan 33 ó 34 semanas en el curso del año en las cuales no se celebra algún aspecto peculiar del misterio de Cristo, sino más bien se recuerda el mismo misterio de Cristo en su plenitud, principalmente los domingos. Este período de tiempo recibe el nombre de Tiempo Ordinario […]. Comienza el lunes que sigue al domingo posterior al 6 de enero y se extiende hasta el martes antes de Cuaresma inclusive; de nuevo comienza el lunes después del domingo de Pentecostés y termina antes de las primeras vísperas del domingo I de Adviento» (Normas universales del año litúrgico, 43-44).
Por lo tanto, el Tiempo Ordinario no celebra acontecimientos relacionados con Cristo, sino a Cristo mismo, que se hace presente cuando se reúnen los creyentes en su nombre, cumpliendo sus promesas: «Cuando dos o más se reúnen en mi nombre, yo estoy en medio de ellos» (Mt 18,20) y «yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
La contemplación de las distintas etapas de la vida de Cristo, tal como se realiza en los otros tiempos del año litúrgico, tiene un profundo sentido pedagógico. La celebración de sus «misterios» ayuda a conocerle mejor y a descubrir la insondable riqueza presente en cada uno de ellos.
Pero no podemos olvidar la profunda relación entre todos, que son la realización histórica del eterno proyecto salvador de Dios, que alcanza su plenitud en la Pascua.
Al evocar algunos acontecimientos de la historia de Cristo, tampoco podemos caer en el error de pensar que es un personaje del pasado. El Tiempo Ordinario subraya que él está vivo y se hace presente para ofrecer su salvación a cada hombre, en todo tiempo y lugar, invitando a acogerle y a seguirle en la vida concreta.
Pido al Señor que este tiempo litúrgico que hoy empieza sea una oportunidad de gracia para todos los que creemos en él. Que lo sepamos encontrar en las realidades de nuestra vida cotidiana, en los acontecimientos ordinarios, en el caminar de cada día. Amén.
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