viernes, 9 de junio de 2017
Jesús, fuente del Espíritu Santo
Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo, del que está lleno desde el principio; pero antes de su bautismo no aparece en los evangelios actuando con el poder del Espíritu, ni mucho menos comunicándolo. En el momento del bautismo, se da una nueva efusión del Espíritu en Jesús, una consagración como mesías, una toma definitiva de conciencia de su misión y el inicio de su actividad pública, en la que actúa con el poder del Espíritu.
Después del bautismo, mientras Jesús está en oración, se abren los cielos, desciende el Espíritu sobre él y se oye la voz del Padre: «Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy» (Lc 3,22). Aquí se manifiesta el misterio trinitario. Como insisten en repetir los Padres de la Iglesia, el Padre se revela como el que consagra, el que unge, el que envía, el que ama; Jesús como el consagrado, el ungido, el enviado, el amado; el Espíritu como la consagración, la unción, el envío, el amor.
El Bautista da testimonio de que el Espíritu ha descendido sobre Jesús en el Bautismo «y se ha quedado sobre él» (Jn 1,32). Este mismo Espíritu que consagra a Jesús, «lo lleva al desierto» (Mt 4,1) y después lo devuelve a Galilea (Lc 4,14). Desde este momento, vemos a Jesús «exultar en el Espíritu» (Lc 10,21), hablar con autoridad, actuar con poder, expulsar a los demonios «con el dedo de Dios» (Lc 11,20), que es el Espíritu (Mt 12,28).
Jesús posee el Espíritu en plenitud, por eso lo promete y lo envía a sus fieles: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7). El envío del Espíritu forma parte del misterio pascual: Jesús ha muerto para la salvación del mundo, para darnos el Espíritu.
Después de la resurrección, los apóstoles toman conciencia de que Jesús estaba lleno del Espíritu desde el momento de su concepción. Esto no elimina el que fuera ungido por el Espíritu en su bautismo para ser mesías, ministro de salvación y de santidad: «A Jesús de Nazaret, Dios lo ungió con Espíritu Santo y con poder, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo» (Hch 10,38). Lo recibirá de nuevo y lo derramará sobre todos en su resurrección: «Dios lo ha resucitado y Él, habiendo recibido del Padre el Espíritu santo prometido, lo ha derramado sobre nosotros, como lo estáis viendo» (Hch 2,33).
No es que el Espíritu se divida o se entregue a plazos, sino que -al no ser un objeto, sino la fuerza, la vida, el amor de Dios- siempre se puede recibir con más plenitud. El mismo Espíritu hizo posible la Encarnación, actuó en toda la vida pública de Jesús y fue derramado por Él sobre sus fieles. Siempre se manifiesta como la energía salvadora de Dios que actúa en Jesús y que en cada momento le lleva a realizar lo que conviene.
En el último instante de su vida terrena, como manifestación suprema de su amor, Jesús «inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 19,30). Esta es la hora en que Jesús realiza la promesa, en una doble entrega: nos da el Espíritu al darse a sí mismo. Como un frasco que se rompe y derrama el perfume que llevaba dentro, Cristo reparte su Espíritu al morir.
El evangelista añade que «un soldado le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido y él sabe que dice la verdad. Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: Mirarán al que atravesaron» (Jn 19,34-37).
San Juan subraya la importancia del acontecimiento y su relación con las promesas antiguas. Cristo nos entrega su vida (la sangre) y su Espíritu (el agua). Como las fuentes que surgen de las profundidades de la tierra a través de aberturas, formando los manantiales; el Espíritu Santo, que es la interioridad de Dios, surge del corazón de Jesús y brota por la hendidura de su costado atravesado (Ez 12,10), golpeado como la roca (Éx 17,6), oprimido como cordero degollado (Is 53,7). Aquí podemos comprender algo de lo que significa la afirmación del evangelista san Juan: «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).
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