sábado, 18 de marzo de 2023

Ilumínanos, Señor, con tu luz


La liturgia del domingo pasado (tercero de Cuaresma, ciclo "a"), al hablar de la samaritana, recordaba que todos estamos sedientos de felicidad, aunque a veces la buscamos en lugares equivocados. El domingo cuarto de Cuaresma, ciclo "a", leemos un texto que da un paso más y dice que estamos ciegos, incapaces de encontrarla si Cristo no nos ilumina. El ciego es imagen del hombre que desea ver, pero alcanzarlo no está en sus manos.

Los discípulos preguntan a Jesús si la enfermedad del ciego estaba causada por algún pecado personal o por los pecados de sus padres, ya que pensaban que Dios premiaba a los buenos con salud y riqueza y castigaba a los malos con pobreza y enfermedades. Pero Jesús rechaza este prejuicio y aprovecha la ocasión para dar una enseñanza importante: «Yo soy la luz del mundo». 

San Juan la profundiza cuando afirma: «En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió» (Jn 1,1ss). 

El mismo evangelista explica el motivo del rechazo: «Prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz» (Jn 3,19-21). 

Como sucedió con la samaritana, en el ciego se produce un progresivo descubrimiento de la identidad de Jesús: lo llama sucesivamente «ese hombre», «un profeta», «un enviado de Dios», para terminar postrándose ante él, aunque esto le conlleve persecuciones y ser expulsado de la sinagoga. 

En los fariseos, por el contrario, se da un endurecimiento también creciente, por lo que Jesús los llama ciegos, ya que se niegan a comprender; es decir, no quieren ver. 

Nos encontramos con un fuerte contraste: por un lado, el ciego se abre progresivamente a la luz del sol y a la luz de la fe; por otro, los que pueden ver se cierran a la luz de Cristo y entran en una oscuridad cada vez mayor. Esto indica que hay que hacer opciones ante Jesús: «El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11,23). 

Este es el juicio del mundo, en el que cada uno se salva o condena por su actitud ante Cristo. Él es la luz, quien no lo acepta permanece en la oscuridad. Dios no puede mostrarnos un amor mayor que dándonos a Cristo. Quien lo rechaza, porque detesta la luz, se condena a sí mismo.

Mezclando tierra y saliva, Jesús hace barro. Como Adán fue formado con barro de la tierra y sobre él Dios sopló su Espíritu, para convertirlo en ser vivo, Jesús aplicó el barro a los ojos del ciego, para darle la vida de la fe. 

A continuación, le dijo: «Ve a la piscina de Siloé –que significa «enviado»– y lávate». El nombre de la piscina es importante. Por eso el evangelista lo traduce del hebreo, para que todos sus lectores lo puedan entender: «Siloé, que significa el enviado». 

El «enviado» es Jesús. El mismo que, una vez resucitado, enviará a sus apóstoles para que continúen su obra: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Por eso, la Iglesia lava a los catecúmenos en el agua del enviado, que es Jesús, para que sus ojos se abran a la vida de la fe y puedan nacer de nuevo. 

Como el sirio Naamán fue sanado de la lepra al lavarse en el Jordán (2Re 5), el ciego es liberado de la oscuridad al lavarse en la piscina. El agua que cura la lepra y la ceguera es anuncio de la que brotará del costado de Cristo, llenará la piscina del bautismo y traerá la salvación a los creyentes. 

Es significativo que los primeros cristianos llamaran al bautismo «photismós». A esta «iluminación» interior, que se recibe en el bautismo, hacen referencia los textos del día: «[Cristo] se hizo hombre para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe; y a los que nacieron esclavos del pecado, los hizo renacer por el bautismo, transformándolos en hijos». 

Por eso, san Pablo pide a los que han sido iluminados que lo demuestren: «En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz […], sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas» (Ef 5,8, segunda lectura). 

Para conseguirlo, pedimos a Dios: «ilumina nuestro espíritu con la claridad de tu gracia» . Solo entonces podremos ver «lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni al hombre se le ocurrió pensar que Dios podía tener preparado para los que lo aman» (1Cor 2,9). 

En la Iglesia de los primeros siglos, este día iba unido al segundo escrutinio de los catecúmenos, con una unción sobre los ojos, los oídos y la boca, para que se abrieran los sentidos del hombre interior, y se entregaban los evangelios a los «iluminandos», como lámpara para el camino de la vida. El ritual actual no propone esta «traditio» porque sugiere que se haga el día en que los catecúmenos comienzan su proceso catequético. Pero sí ha recuperado el escrutinio, con los ritos relacionados. 

Después de la homilía, se ora por los candidatos con dos plegarias que hacen referencia al evangelio del día. La primera dice: «Padre, que concediste al ciego de nacimiento que creyera en tu Hijo; y que por esta fe alcanzara la luz de tu reino: haz que tus elegidos, aquí presentes, se vean libres de los engaños que les ciegan y concédeles que, firmemente arraigados en la verdad, se transformen en hijos de la luz». 

Después de la imposición de manos, continúa el sacerdote: «Señor Jesús, […] a los que has elegido para recibir tus sacramentos llénalos de buena voluntad, a fin de que disfrutando con el gozo de tu luz, como el ciego que recobró de tu mano la claridad, lleguen a ser testigos firmes y valientes de la fe». La misa continúa como la semana anterior.

Este domingo es llamado  de «Laetare», por la antífona de entrada de la misa: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella…». Como el domingo de «Gaudete» (tercero de Adviento), los templos se adornan con flores, se entonan cantos festivos acompañados de instrumentos, y los ornamentos sacerdotales son de color rosado. 

En Roma, la misa estacional se celebraba en la basílica de la «santa cruz de Jerusalén», donde se ofrecían flores a la reliquia de la cruz. Al menos desde el s. XI, la ofrenda consistió en una rosa de oro, ungida con crisma y perfumes. Se conservan varias descripciones del rito, así como homilías papales. El domingo de «Gaudete» el papa la regalaba a quien se había distinguido en la defensa de la Iglesia.

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