lunes, 23 de enero de 2017

Nostalgia del Absoluto


Estamos dentro de la semana de oración por la unidad de los cristianos y quiero compartir con ustedes un precioso artículo de Montserrat Pons Busquets titulado: "Nostalgia del Absoluto. Ecumenismo y diálogo interreligioso" que ha sido publicado en el último número de la revista Orar titulado: "Que todos sean uno" (nº 268, enero de 2017).

En la ingenuidad y fogosidad de mis años de adolescente (14 años), junto con otros muchos jóvenes, tuve un encuentro fuerte con Jesucristo que cambió de forma total mi vida. Regalé la mayor parte de mi ropa, quedándome con un par de pantalones vaqueros, algunas camisetas y un gordo y largo jersey azul marino que hacía las veces de abrigo. 

La Biblia iba y venía cada día conmigo en el paquete de libros que llevaba al instituto, por si las moscas: No se podía desaprovechar ni un instante para hablar del amor de Dios. Tal era la intensidad de amor que desbordaban nuestros corazones. Un amor inmenso a Jesucristo que cambió toda nuestra vida, nos llenó del deseo de compartir esta Buena Noticia con todos, a tiempo y a destiempo. 

En este estado de conversión y alegría del evangelio, el alma está atenta y busca continuamente personas que también estén enamoradas de Jesucristo y, cuando las encuentra, ¡hay fiesta grande, el corazón palpita intensamente! y solo quiere compartir con ellas el amor de Aquel a quien aman mutuamente.

Así nos encontramos, en aquel tiempo, hermanos con esta experiencia de conversión y este amor desbordado, que caminábamos en la Iglesia Católica y en otras denominaciones Protestantes. El amor a Jesucristo y el encontrar ese amor en los hermanos era mucho mayor y más intenso que nuestras diferencias. Recuerdo pensar y sentir intensamente (con la inteligencia sentiente de Zubiri, con el corazón hebreo o el importantísimo “conocimiento irracional” que decía Nicolás Berdiaeff) al mirarles: esto es carne de mi carne y sangre de mi sangre (Sangre de Cristo). El mismo amor de Dios nos había redimido a todos en Jesucristo y esto ¡se hacía realidad en nosotros!

Y de un modo natural, fruto de este amor, empieza a surgir un deseo de ecumenismo. Al principio, y por causa de que la mayoría no teníamos formación teológica, pensábamos que para ser ecuménico o cristiano de verdad habría que no pertenecer a ninguna iglesia o denominación, porque eso acentuaba las diferencias y creaba distancia y separación. 

Con el tiempo comprendimos que a la “intemperie” no se sobrevive. Cada uno vive en una “casa” y cada casa tiene el mismo propósito: dar albergue a las personas que en ella viven. Cada casa es distinta: una tiene dos puertas, otra una; una es de color amarillo y otra es de piedra o madera; una tiene balcón y otra cuatro ventanas… 

Lo importante es que la forma de la casa en la que vivimos no nos impida ir de visita a casa del vecino y tomarnos con él un café compartiendo vivencias, alegrías y sufrimientos y tal vez, ¿por qué no? hacer proyectos juntos en favor de quien lo necesite.

Hoy en día hablamos mucho de nueva evangelización. Pero para anunciar la Buena Noticia hay que tener el corazón encendido. Algunos no lo tuvieron nunca encendido y han vivido en el formalismo y rigorismo del cumplimiento de una serie de mandamientos (como el joven rico). No está mal, pero no es suficiente. Otros lo han tenido encendido alguna vez, pero la vida se complica y solo quedan rescoldos de ese fuego ¿Cómo hacer para reencontrarse de nuevo con Jesucristo? Y después de eso ¿cómo lo anunciamos? Pues bien, hay que tener también el corazón encendido y ensanchado para el ecumenismo. 

Para que se produzca este ensanchamiento del corazón, primeramente el corazón debe estar encendido de amor porque es el amor de Dios en nosotros el que ensancha. Uno no se levanta un mañana y dice: a partir de hoy voy a ser ecuménico. Se levanta uno y pide perdón a Dios por haber empequeñecido el corazón y le ruega cada día que le “cambie ese corazón de piedra por un corazón de carne” (promesa bíblica). El Espíritu Santo está siempre presto a estas súplicas.

Esto debe dejar de ser una verdad teórica y abstracta para convertirse en una verdad viviente y práctica. Debe ser una fuerza transfiguradora e iluminadora de toda la vida, empezando por el interior, y como fuerza espiritual liberada, transfigurar la vida entera. “Cambiad el corazón de vuestro corazón y, en el mundo, todo lo que él ha contaminado”. (E. Mounier).

Hay que reconocer que esta libertad interior se da en personas en las que existe esta fuerza o pensamiento creador, este ensanchamiento del corazón, fruto del encuentro constante con Jesucristo, necesario para avanzar. Es un amor que va más allá del control o la refutación de nuestros distintos argumentos, una Verdad que va más allá de nuestra verdad y que es de revelación mística. Una Verdad que no desacredita la nuestra, pero que la pone en su lugar, que la pacifica y la purifica evitando que la usemos como arma arrojadiza o instrumento de separación contra nuestros hermanos.

Joseph Ratzinger, en un pequeño y estupendo libro titulado Entre razón y religión. Dialéctica de la secularización, que son unas conversaciones entre él y el filósofo Jürgen Habermas en la Academia Católica de Baviera en 2004, nos habla de “las patologías de la religión”. Una de ellas, me atrevo a decir, es la escasez de corazones ecuménicos, de práctica ecuménica, de tal modo que el mundo mira en silencio nuestras divisiones y murmura: qué contradicción… ¡Kyrie Eleison!

Cuando la continua autoafirmación solo lleva a la separación… hay que pensar que algo está mal.

Todavía queda por emprender la educación para el ecumenismo: Más actividades prácticas durante todo el año, que no salgan solo de un calendario oficial, sino del corazón de cada parroquia, grupo, iglesia, persona…, grupos de oración ecuménicos ¡hay tantas cosas por las que se puede orar al Padre juntos! regresando a lo esencial y a la simplicidad evangélica. 

En 2005, en su última carta inconclusa, el Hno. Roger de Taizé nos decía lo siguiente (palabras que mi esposo Luis Alfredo ha convertido en canción):

Buscar la reconciliación y la paz supone una lucha en el interior de uno mismo. Esto no es un camino de facilidad, nada que dure se construye en la facilidad. El espíritu de comunión no es ingenuo. Es ensanchamiento del corazón, profunda bondad, no escucha las sospechas.

Amar, comprender, escuchar, consolar y curar… ¡Comunión!

Por este camino habrá a menudo fracasos, acordémonos que la fuente de la paz y la comunión está en Dios. En vez de desanimarnos, invocaremos al Espíritu Santo sobre nuestras fragilidades. Y a lo largo de toda la existencia, el Espíritu Santo nos concederá reemprender la ruta e ir de comienzo en comienzo hacia un porvenir de paz.

Para ser portadores de comunión avanzaremos en cada una de nuestras vidas por el camino de la confianza y la bondad de corazón, siempre renovadas….

Amar, comprender, escuchar, consolar y curar… ¡Comunión!

En cuanto al diálogo interreligioso, reconozco que hay en el mundo mucha “nostalgia del Absoluto”. El ágora en que predicó san Pablo se ha ensanchado y no hay que tener temor de estar en ella, compartiendo aquello que es el origen de nuestra esperanza, tal como nos invita a hacer san Pedro:

Hay que estar siempre a punto para dar una respuesta a quien nos pida la razón de la Esperanza que tenemos. Pero hacedlo serenamente (con dulzura) y muchísimo respeto. (1Pe 3,15-16).

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