lunes, 4 de diciembre de 2023

La terminología teológica del Adviento


La palabra latina «adventus» traduce el término griego «parusía», que originalmente significaba 'presencia', 'llegada', y se utilizaba con varios sentidos.

Hoy se usa la palabra griega «Parusía» para nombrar la manifestación de Cristo al final de los tiempos y la palabra latina «Adviento» para designar el tiempo litúrgico anterior a Navidad. Pero en los orígenes tenían el mismo sentido.

En primer lugar, designaban la manifestación poderosa de un dios a sus fieles, por medio de un milagro o de una ceremonia religiosa.

En el ámbito civil, indicaban la primera visita oficial a la corte de un personaje importante (un embajador de otro reino, por ejemplo), con la ceremonia en que tomaba posesión de su cargo y los posteriores festejos.

También se usaban para referirse a la visita solemne del emperador a una ciudad, con todo lo que conllevaba: reparto de regalos, banquetes, indultos, etc.

De hecho, en unas excavaciones arqueológicas en Corinto aparecieron unas monedas con una inscripción que recuerda la visita de Nerón a la ciudad, denominada «Adventus Augusti», y el Cronógrafo del 354 (un calendario de piedra) designa la coronación de Constantino como el «Adventus Divi». Como la vida religiosa y la civil estaban totalmente unidas, con la llegada del rey se celebraba la epifanía de un dios en el monarca.

¿Cómo pudieron los primeros cristianos apropiarse de estos términos paganos para explicar su fe cristiana?

La reflexión sobre este proceso ayuda a comprender el significado del Adviento y el impresionante esfuerzo de inculturación que realizó la Iglesia primitiva.

Comencemos recordando que las religiones paganas ofrecían unos consuelos demasiado inconcretos.

Es verdad que los dioses reflejaban las virtudes y los defectos de los hombres y eran representados con formas humanas, pero sus hazañas se situaban en un lugar inalcanzable y en un tiempo indeterminado. Por eso, la filosofía realizaba una crítica sistemática de los mitos.

Por otro lado, los reyes representaban a los dioses sobre la tierra. Pero, si se reflexionaba, se podía ver que son hombres como los demás. ¿Cómo depositar en ellos la confianza?, ¿cómo esperar de ellos una seguridad que ellos mismos no poseen, ya que sus mismas vidas están continuamente en peligro?

Se deseaba la manifestación de Dios, su visita, pero solo se encontraban sucedáneos.

Los Santos Padres descubrieron la relación profunda entre los deseos de salvación que caracterizaban al mundo grecorromano, las críticas de la filosofía a los cultos tradicionales y el mensaje cristiano.

A diferencia de las religiones paganas, el cristianismo sí que habla de acontecimientos concretos, históricos, verificables (cf. 1Jn 1,1). Dios se ha hecho verdaderamente presente en un hombre (al mismo tiempo igual a los demás y distinto de todos los demás) y ha hablado por medio de él (cf. Heb 1,1-2).

Ya se ha producido el verdadero adviento, la parusía, la epifanía de Dios, en Jesús de Nazaret.

El Hijo de Dios ha entrado en nuestra historia y ha revelado su misterio, hasta entonces inalcanzable para el hombre. En Cristo, Dios ha dado respuesta a la larga búsqueda de los filósofos y de los hombres religiosos de todos los tiempos.

De alguna manera, Dios mismo sembró en ellos los deseos de encontrarlo, y los ha satisfecho, tal como afirma una de las voces más autorizadas de los inicios del movimiento litúrgico:

«Es conmovedor comprobar cómo ya la humanidad anterior a Cristo vivía anhelando la venida del verdadero Salvador [...] Con los nombres de Adviento, Parusía, Epifanía y otros por el estilo, ofrecía la antigüedad pagana el cuerpo de palabras más apropiadas al milagro de la verdadera manifestación de Dios entre los cristianos, y la Iglesia no vaciló en llenar estos recipientes preparados por el paganismo, al cual guiaba la providencia de Dios, con la verdad que ansiaban» (Emiliana Löhr).

Esto no significa que el cristianismo sea únicamente la respuesta a las esperanzas de las religiones antiguas, ni aun a sus aspiraciones más nobles.

De hecho, el hombre no sabe cuáles deben ser sus aspiraciones, aquellas que responden al fin para el que fue creado.

San Pablo llega a decir que no sabemos lo que nos conviene (cf. Rom 8,26). Y añade que hemos descubierto el eterno proyecto de Dios sobre el hombre, solo porque Cristo lo ha revelado (cf. Ef 1,3-13). Hasta entonces, ese plan permanecía escondido.

Aunque el helenismo aceptaba las categorías de venida, aparición o manifestación de lo divino, nunca habría podido aceptar una encarnación de Dios, concebido como un ser totalmente trascendente e incompatible con la materia. El proyecto de Dios, que se ha revelado en Cristo, supera todos los pensamientos humanos (cf. 1Cor 2,9).

Jesús no solo nos ha comunicado los contenidos del eterno proyecto de Dios. Él mismo lo ha realizado y nos ha introducido en él.

Eso es algo tan novedoso, que no puede venir de los hombres, sino solo de Dios. Aparecía como algo insensato para los judíos y los griegos de la antigüedad y sigue siendo incomprensible para las religiones y filosofías contemporáneas.

Los primeros cristianos se encontraron con la dificultad de expresar estos conceptos sin tener las palabras adecuadas. Por eso tomaron los términos de su ambiente cultural y se sirvieron de ellos, transformándolos.

Tomado de mi libro La fe celebrada. Historia, teología y espiritualidad del año litúrgico en los escritos de Benedicto XVI, Burgos 2012, pp. 25-29.

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