viernes, 19 de agosto de 2016
Ezequiel habla de los huesos secos
Estos días, en la primera lectura de la misa estamos leyendo el libro del profeta Ezequiel, el profeta más misterioso del Antiguo Testamento por lo enigmático de sus escritos y el gran simbolismo de los mismos. Hoy, en concreto leemos la escena de los huesos secos.
El contexto de esta lectura es el siguiente: cuando Jerusalén fue destruida por los babilonios y los judíos fueron llevados al exilio de Babilonia, algunos pensaron que los dioses babilonios eran más fuertes que el Dios de Israel.
Algunos profetas judíos hicieron comprender a su pueblo que hay un solo y único Dios, que los dioses de los babilonios son inofensivos porque no existen. Interpretaron la destrucción de Jerusalén como un castigo provocado por Dios mismo, que se había enojado con su pueblo.
Los judíos se desanimaron y pensaban que eran como un montón de huesos secos esparcidos por el campo, porque ya no había esperanza para ellos.
Pero Ezequiel interpretó el drama de la destrucción de Jerusalén de otra manera: No es Dios quien la ha provocado para castigar los pecados de su pueblo.
Al contrario, porque él no la quería hizo todo lo posible para evitarla, mandando numerosos profetas que denunciaran el pecado de su pueblo y le advirtieran de las terribles consecuencias de su actuar, pero no quisieron escucharlos. Ahora todos eran testigos de lo que significa actuar irresponsablemente.
Pero el amor y a fidelidad del Señor son para siempre. Él no reniega de sus promesas ni abandona a sus fieles, por lo que los invita a la conversión y les promete su gracia.
El profeta Ezequiel insiste en que no todo está perdido, que Dios puede sacar bien incluso del mal y hacer que florezca la vida donde solo parece haber muerte, que la historia de la salvación no es cosa del pasado, sino que continúa realizándose:
«El Señor me llevó en espíritu, dejándome en un valle todo lleno de huesos. Me hizo pasarles revista: eran muchísimos los que había en la cuenca del valle; estaban resecos. […] Entonces me dijo: “Hijo de Adán, esos huesos son toda la Casa de Israel. Ahí los tienes diciendo: Nuestros huesos están calcinados, nuestra esperanza se ha desvanecido; estamos perdidos”. Por eso profetiza diciéndoles: “Esto dice el Señor: Yo voy a abrir vuestros sepulcros, os voy a sacar de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os voy a llevar a la tierra de Israel. Sabréis que yo soy el Señor cuando abra vuestros sepulcros, cuando os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío. Infundiré mi espíritu en vosotros para que reviváis, os estableceré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago […]. Yo voy a recoger a los israelitas de las naciones adonde marcharon, voy a congregarlos de todas partes y los voy a repatriar. Los haré un solo pueblo en su país, en los montes de Israel, y un solo rey reinará sobre todos ellos. No volverán a ser dos naciones ni a desmembrarse en dos monarquías. No volverán a contaminarse con sus ídolos y fetiches y con todos sus crímenes. Los libraré de sus pecados y prevaricaciones, los purificaré: ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios. […] Haré con ellos una alianza de paz, alianza eterna pactaré con ellos. Los estableceré, los acrecentaré y pondré entre ellos mi santuario para siempre» (Ez 37).
Este famoso texto de Ezequiel describe bien la situación en que se encontraba Israel: como un montón de huesos secos y dispersos por el campo. Pero Dios no lo ha abandonado; por medio de la palabra profética, que «es viva y eficaz», se dispone a recrearlo.
Esta lectura nos llama a la confianza en Dios, que puede sacar vida incluso de la muerte y transformar los males en bienes. Él, en su misericordia, tenga piedad de la Iglesia y del mundo entero. Amén.
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