viernes, 11 de marzo de 2016

El bautismo del Señor


La Semana Santa de Jesús
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
5- El bautismo del Señor

El relato del bautismo en el río Jordán tiene una importancia fundamental en la historia de Jesús. Aunque se sitúa al inicio de su vida pública, está íntimamente relacionado con su muerte y resurrección, por lo que es la clave de lectura para comprender la Semana Santa.

Como veremos, el bautismo revela el misterio de Jesús, que cargó sobre sus espaldas con nuestros pecados y nos abrió el camino de la vida eterna. El bautismo indica las consecuencias últimas de la encarnación; es una profecía del destino último del Señor, que voluntariamente se metió en la fila de los pecadores y aceptó liberarlos del pecado y de la muerte, ocupando su lugar.


El contexto temporal

Los cuatro evangelistas y los Hechos de los Apóstoles testimonian con unanimidad que el bautismo de Jesús supone el principio de su vida pública. Aunque Mateo y Lucas anteponen unos relatos de la concepción e infancia de Cristo, coinciden con Marcos en afirmar que el bautismo es el «inicio» de su manifestación. 

San Mateo usa una fórmula convencional para situarlo: «En aquellos días». 

San Lucas, sin embargo, utiliza unas palabras especialmente solemnes, que lo enmarcan en el gran contexto de la historia universal contemporánea: «El año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes virrey de Galilea, su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás» (Lc 3,1s). 

Haciendo referencia al emperador y a los que gobiernan en su nombre, se pone a Jesús en relación con la historia civil y se recuerda que Jesús viene a salvar a todos los hombres, no solo a los judíos. Además, con la referencia a Pilato, Anás y Caifás (que estarán presentes en los juicios que lo condenan a muerte), se anticipa que realizará la salvación con su pasión. En este «inicio» de su actividad ya se prevé el desenlace.


El lugar del bautismo

Juan bautizaba en «Betania, al otro lado del Jordán» (Jn 1,28). No se trata de la Betania de Judea, cercana a Jerusalén, donde vivían Lázaro, Marta y María, sino de una pequeña localidad con el mismo nombre, que estaba situada en la desembocadura del Jordán en el mar Muerto, frente a Jericó, a los pies del Monte Nebo, desde el que Moisés divisó la Tierra Prometida, antes de morir. 

El lugar es estratégico, ya que es el único vado que permitía atravesar el río Jordán, aprovechando que el caudal disminuía a causa de la evaporación y del aprovechamiento del agua durante su curso. En nuestros días se alza en el lugar el puente Allenby - Rey Hussein, que une Jordania con Israel.

Se trata de un lugar profundamente simbólico, ya que por allí cruzaron los patriarcas en cada uno de sus viajes entre Mesopotamia y Canaán. Antes de cruzar el río y entrar definitivamente en la Tierra Prometida, Jacob luchó allí con el ángel, que le cambió su nombre por Israel. Más tarde, por allí penetraron los judíos, guiados por Josué, en la tierra de promisión. Desde allí el profeta Elías fue arrebatado al cielo, al terminar su misión. Eliseo pidió a Naamán que se bañara en el Jordán para curar su lepra. También los desterrados atravesaron el río por el paso de Betania cuando marcharon al exilio y por allí debe atravesar la calzada que, cruzando el desierto, llevará al pueblo de regreso a la Tierra Santa. No es extraño que Juan Bautista eligiera ese lugar para realizar su ministerio. Así, su bautismo relaciona la próxima manifestación del mesías con los patriarcas, el Éxodo y los profetas.

Tampoco debemos olvidar que se encuentra junto a la desembocadura del río Jordán en el mar Muerto, en el lugar más bajo de la tierra, a unos 400 metros bajo el nivel del mar. Hasta allí desciende Jesús, a lo más hondo. Recordemos que san Pablo dice que Cristo «bajó a las regiones inferiores de la tierra» (Ef 4,9), para indicar su descenso a nuestra profunda situación de pecado y muerte. 

Orígenes, interpretando etimológicamente la palabra Jordán como «nuestro descenso», comenta que, en su bautismo, el «Logos» ha entrado en nuestra postración, en la situación de bajeza a la que nos había introducido el pecado. Al beato Carlos de Foucauld le gustaba repetir que Jesús ocupó el último lugar y, desde entonces, nadie se lo ha quitado.


El rito y sus consecuencias

Juan predicaba la conversión, invitando a la penitencia, y la gente se hacía bautizar «confesando sus pecados» (Mt 3,6). Jesús se somete a este rito, con escándalo del mismo Juan, que intenta impedírselo. Precisamente entonces se abren los cielos, desciende el Espíritu Santo y Jesús es declarado Hijo por la voz del Padre (Mt 3,16-17 y paralelos). Los santos Padres vieron en este acontecimiento la consagración mesiánica del Señor. 

En Israel, los sacerdotes, los profetas y los reyes eran ungidos con óleo perfumado al comenzar su misión. Como ellos, Jesús fue ungido por el Espíritu, al comenzar la suya. El contexto explica qué tipo de mesías (es decir, de «ungido») es Jesús y cuál es su misión: es el siervo de Yahvé que carga con los pecados del pueblo, tal como anunció Isaías.

Desde hacía tiempo, ya no había profetas en Israel. Los últimos escritos de la Biblia judía son reflexiones de los sabios. El Talmud afirma: «Después de la muerte de Zacarías, Ageo y Malaquías, los últimos profetas, el Espíritu Santo cesa en Israel». Y el libro de los Salmos dice: «No vemos signos, no existe ya un profeta ni hay entre nosotros quien comprenda hasta cuándo» (Sal 73 [74],9). Se esperaba que la situación cambiaría con la llegada de Elías, que anunciaría la manifestación del mesías. Se ansiaba el momento en que Dios volviera a hablar a su pueblo. 

Con la apertura de los cielos, el envío del Espíritu y la voz del Padre se inauguran unos tiempos nuevos, los definitivos, en los que Dios sale al encuentro del hombre y entra en contacto con él. Si el pecado había cerrado los cielos, ahora vuelven a abrirse. Dios habla otra vez y envía su Espíritu. Jesús, concebido por obra del Espíritu, estaba habitado por él desde el seno de María; pero empieza a obrar movido por la fuerza del Espíritu solo desde su consagración mesiánica en el bautismo (así como solo lo reparte después de su exaltación a la derecha de Dios).


El perdón de los pecados

Algunos autores contemporáneos pasan por alto lo que estamos diciendo. Como identifican apriorísticamente a Jesús con un revolucionario socio-político, no dan importancia al tema del perdón de los pecados. Incluso evitan en sus discursos la palabra «pecado», considerándola anticuada. Les parece decepcionante que se relacione la misión de Jesús con el perdón de los pecados.

Esto no es nuevo. Los contemporáneos de Jesús también esperaban un mesías que expulsara a los dominadores romanos y restaurara el reino davídico. Para ellos, la salvación debería iniciar con la satisfacción de las necesidades materiales y con la paz social. El perdón de los pecados era algo demasiado etéreo.

Sin embargo, ya en el momento de su concepción, el ángel indicó que el hijo de María debía llamarse Jesús, «porque salvará a su pueblo de los pecados» (Mt 1,21). De hecho, en hebreo Jesús significa «Yahvé salva» o «Yahvé es salvación». El mensajero de Dios revela el contenido de esa salvación: «salvará a su pueblo de los pecados». Con esto se vincula al niño directamente con Dios, que es el único que puede perdonar los pecados y se especifica una dimensión importante de su misión, que se revela claramente en el momento del bautismo.


El siervo obediente

El Padre reconoce a Jesús como su «Hijo». La palabra utilizada en el texto griego original es «pais», que puede significar tanto ‘hijo joven’, como ‘siervo’. Como si dijera: «Este es mi muchacho», utilizando a propósito una palabra ambigua. De hecho en el relato del oficial de Cafarnaún que pide a Jesús la curación de su muchacho, Mateo lo llama mi «niño» (‘pais’, Mt 8,6), mientras que Lucas lo llama mi «esclavo» (‘doulos’, Lc 7,2).

En las palabras que el Padre dirige a Jesús, encontramos un eco de un texto mesiánico: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7), así como de los cánticos del siervo: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo, a mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él» (Is 42,1). 

De hecho, en el texto de Isaías se usa la misma palabra, ya que –en hebreo– la palabra para indicar siervo o esclavo es la misma que para decir joven o muchacho («ebed»). Esto era así porque en aquella sociedad un esclavo era siempre menor de edad; es decir, sin derechos, como recuerda san Pablo: «Mientras el heredero es niño, en nada se diferencia de un esclavo» (Gál 4,1).

En el momento en que Jesús inaugura su misión, se presenta con los rasgos del rey davídico, al mismo tiempo que con los del profeta-siervo, que salva el mundo con su sufrimiento. Isaías presentó a este siervo como un cordero llevado al matadero, que «enmudecía y no abría la boca» (Is 53,7). 

En este contexto, Juan bautista llamó a Jesús «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 10,36). La palabra hebrea «talja» significa, al mismo tiempo, ‘cordero’, ‘mozo’ y ‘siervo’, por lo que los contenidos de estos textos se clarifican aún más: Jesús es el hijo-siervo-cordero que perdona los pecados, cargándolos sobre sus espaldas, sacrificado para la salvación de los pecadores. 

Esto se afirma en el bautismo y se manifestará claramente en el momento de su muerte, que tuvo lugar a la misma hora en que los corderos eran sacrificados en el templo para la celebración de la cena pascual. 

San Juan afirma que, en la muerte de Jesús, se cumplieron todas las prescripciones sobre el cordero pascual (cf. Jn 19,36). Y san Pablo dice que «Cristo, nuestra Pascua (es decir, nuestro cordero pascual), ha sido inmolado» (1Cor 5,7). También san Pedro comenta que hemos sido comprados «con la sangre de Cristo, cordero sin defecto y sin mancha» (1Pe 1,19). Por último, no podemos olvidar que el Apocalipsis presenta a Jesús como «un cordero degollado, que estaba de pie» (Ap 5,6).

Los santos Padres explicaron la imagen de Jesús, Cordero de Dios que cargó sobre sus espaldas con nuestros pecados en el bautismo y los clavó en la cruz para liberarnos de ellos, a la luz del sacrificio de Isaac. Abrahán se dispuso a sacrificar a su hijo, que cargó con la leña y, cuando preguntó a su padre dónde estaba el cordero para el sacrificio, recibió como respuesta un «Dios proveerá, hijo mío» (Gén 22,8). Abrahán sabía que Dios había escogido a Isaac, por lo que el hijo era el cordero escogido por Dios, el «cordero de Dios» (volvamos a recordar que «talja» significa al mismo tiempo cordero y muchacho). 

En el momento definitivo, cuando Abrahán demostró a Dios que estaba dispuesto a sacrificar incluso el don más precioso que había recibido de él, para obedecerle, Dios sustituyó a Isaac por otro cordero. Pero Dios, que salvó a Isaac, «no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros» (Rom 8,32).


La disposición de Jesús

Recapitulando: la voz del Padre identifica a Cristo con el Hijo amado, siervo obediente de Yahvé y cordero de Dios que carga sobre sus espaldas con los pecados del mundo. 

Jesús acepta esta misión y confiesa su disposición a obedecer al Padre en todo; por eso dice al Bautista: «conviene que se cumpla toda justicia» (Mt 3,15). Para la Biblia, la «justicia» es la respuesta del hombre a la Ley de Dios, que manifiesta su voluntad. Jesús se somete incondicionalmente a la voluntad de Dios, deseando cumplir todo lo que él ha dispuesto, para que se realice su proyecto de salvación sobre los hombres. Encontramos una confirmación de la actitud de Jesús cuando, en Getsemaní, ora a su Padre diciendo: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26,39). 

El bautismo nos enseña que Jesús no se distancia de nuestra historia de pecado. Por el contrario, la asume hasta el fondo, se hace solidario con nosotros hasta las últimas consecuencias, que son el sufrimiento y la muerte. De ahí que tenga que recibir un bautismo final que le angustia, que es su muerte violenta (Lc 12,49-50) y que nuestro bautismo sea participación en su misterio pascual (Rom 6).

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