La semana pasada tuvimos la oportunidad de ver las dos primeras partes de este artículo, que tratan los siguientes argumentos: Ratzinger y la eclesiología, Colaborador de la Verdad, Sobre la validez de la renuncia, Precedentes de renuncias pontificias y legislación al respecto. Hoy continuamos con la tercera parte del estudio.
El primado de la conciencia
La renuncia de Benedicto XVI subraya el primado absolutamente irrenunciable de la conciencia rectamente formada y honestamente decidida a buscar lo mejor, aunque sea lo más difícil. Un argumento al que había dedicado importantes estudios, como una famosa conferencia de 1991 titulada precisamente «Conciencia y verdad».
Iluminado por Sócrates, san Agustín, santo Tomás Moro y el beato J. H. Newman, en dicho estudio afirma que actuar en conciencia «no coincide con los propios gustos y deseos; tampoco se identifica con lo que es socialmente más ventajoso, con el consenso del grupo o con las exigencias del poder político o social».
De Newman asume que «la conciencia no es una especie de egoísmo previsor ni un deseo de ser coherente con uno mismo; es un mensajero de Dios, que tanto en la naturaleza como en la gracia nos habla desde detrás de un velo y nos enseña y rige mediante sus representantes. La conciencia es el más genuino Vicario de Cristo, un profeta en sus mensajes, con autoridad perentoria como la de un Rey; un Sumo Sacerdote en sus bendiciones y anatemas. Aunque el eterno sacerdocio dejara de existir en la Iglesia, en la conciencia permanecería el principio sacerdotal y en ella tendría su poder».
Por eso, al presentar formalmente su renuncia, Benedicto XVI comenzó así: «Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia…», entendiendo la «conciencia» como ese abrirse a la voz de la Verdad y a sus exigencias, aunque sean duras, examinando con detenimiento las consecuencias de las propias decisiones y del propio actuar.
Sin duda, a la hora de tomar una decisión tan seria, le influyó el conocimiento directo que él tenía de la situación que se creó en la Santa Sede durante los últimos años del pontificado de Juan Pablo II, que se encontraba incapacitado para tomar decisiones, lo que favoreció que las tomaran en su lugar algunos colaboradores con pocos escrúpulos, que las hacían pasar como suyas, y el peligro de que se pudiera repetir una situación similar.
De hecho, los numerosos escándalos curiales que acompañaron el pontificado de Benedicto XVI fueron la reacción a sus esfuerzos por aclarar, corregir y reconducir la situación que se creó durante los últimos años de gobierno de su predecesor.
El ejercicio del «ministerio petrino»
Admite que se puede desarrollar ese servicio también «sufriendo y rezando», pero es esencial el uso de la expresión «no únicamente», que se aplica tanto a la primera parte del discurso («no únicamente con palabras y obras») como a la segunda («no únicamente sufriendo y rezando»).
Quizás en otro tiempo pudo bastar una forma u otra, pero –añade– los tiempos han cambiado con gran rapidez, por lo que hoy son necesarias las dos realidades (el trabajo y la oración).
Él se sentía capacitado para servir a la Iglesia con la oración, pero le faltaban las fuerzas necesarias para las tareas de gobierno, por lo que se sintió en la obligación moral de renunciar a las mismas por el bien de la Iglesia.
Joseph Ratzinger es un intelectual de alto nivel. Por eso, al presentar su renuncia midió cada una de las palabras que usó para no decir ni más ni menos de lo que pretendía.
Mientras que Bonifacio VIII aceptó la discutida «renuncia al papado» de su predecesor Celestino V, Benedicto XVI renunció formalmente «al ejercicio del ministerio petrino». No se trata de un juego de palabras, sino de la nueva comprensión que la Iglesia tiene del lugar de papa y de su misión.
Para comprender el razonamiento del papa emérito tenemos que recordar una famosísima carta-tratado de san Bernardo de Claraval al papa Eugenio III.
Hablando de la «heredad» que corresponde al papa, dice: «Pienso que no puedes disponer de ella absolutamente, pues no te la han dado en propiedad, sino para administrarla» (libro 3, capítulo 1).
Y añade: «Tú gozas de una autoridad; mas para velar, servir, dirigir y mirar por el bien de todos. Presides la Iglesia para servirla. La gobiernas como un empleado fiel y cuidadoso, encargado por el amo. ¿Para qué? Para dar a su servidumbre la comida a sus horas, es decir, para que te desvivas por ella, no para dominarla» (libro 3, capítulo 2).
Como se ve en este texto, el papado no consiste tanto en un poder o en una dignidad que se han recibido y se deben conservar hasta el final, cuanto en un servicio que se debe realizar mientras se tengan las fuerzas reales para hacerlo.
Este tema fue muy repetido por Benedicto XVI en sus intervenciones, como cuando afirmó: «En este libro, que sigue siendo una lectura conveniente para los papas de todos los tiempos, san Bernardo no solo indica cómo ser un buen papa, sino que también expresa una profunda visión del misterio de la Iglesia y del misterio de Cristo» (Audiencia, 21-10-2009).
Por eso, al ver que sus fuerzas para realizar ese servicio disminuían, se sintió obligado en conciencia a presentar su renuncia al ejercicio del mismo.
Siendo consciente de su incapacidad para seguir administrando correctamente el encargo recibido, no renuncia al «papado» (como Celestino V) ni al «munus» («poder» o «potestad») del que habla el canon 332 § 2, sino al «ministerium» («servicio»), por lo que en su última audiencia pública explica que renuncia «al ejercicio activo del ministerio», ya que le faltan las fuerzas para seguir realizando ese servicio a la Iglesia.
Seguiremos mañana, si Dios quiere.
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