sábado, 16 de marzo de 2024

Queremos ver a Jesús (Jn 12,21). Domingo quinto de Cuaresma, ciclo b


El domingo quinto de Cuaresma (ciclo "b"), en el evangelio de la misa se lee que Jesús subió a Jerusalén para celebrar la Pascua. Fue su último viaje, antes de morir. 

El evangelista san Juan dicen que, cuando Jesús llegó a la ciudad santa, unos peregrinos griegos manifestaron a sus discípulos que querían «ver a Jesús».

La respuesta de Jesús es desconcertante: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24).

Todo el evangelio de san Juan se dirige hacia esa hora de la manifestación de Jesús, la hora de su glorificación, la hora de la salvación para todos los pueblos.

Finalmente, ha llegado la hora de que los griegos puedan ver a Jesús. Pero no solo esos pocos que preguntan por él, sino todos los griegos (es decir, todos los no judíos, independientemente de su pueblo de origen y pertenencia).

Jesús quiere ir al encuentro de todos los hombres y ahora puede hacerlo. Su cuerpo, que está a punto de ser sacrificado en la cruz, es como el grano de trigo que muere para dar fruto abundante.

Con su muerte y resurrección, Jesús supera los límites de nuestra realidad corporal. Él ya no estará sometido al espacio y al tiempo. Como resucitado podrá hacerse presente a todos los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos.

Pero ese triunfo de Jesús, que le permitirá hacerse presente entre los judíos y entre los griegos, sin distinción de sexo, de raza o de cultura, pasa necesariamente por la cruz. Allí Jesús se entrega por todos. A partir de allí podrá hacerse presente a todos.

Después de hablar de su propia entrega, Jesús dice a sus discípulos que tienen que hacer lo mismo, porque «el que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12,25).

Esto significa que quien vive solo para sí, echa a perder su vida; pero quien sale de sí mismo y sirve generosamente a los demás, encuentra la vida verdadera.

Amar a los hermanos significa no encerrarse en uno mismo, salir al encuentro del otro; es decir, participar de la cruz. Esto exige sacrificio, generosidad, entrega. Pero es el único camino hacia la resurrección, hacia la plenitud de la vida, tal como nos ha enseñado Jesús.

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