sábado, 5 de abril de 2014

Lázaro, imagen del hombre que muere


Ayer comenzamos a comentar el evangelio de la misa de mañana, que habla de Lázaro, en quien se manifiesta el destino último con el que cada hombre tiene que enfrentarse: la propia muerte y la de los seres queridos. En Marta lloran todos los que han sufrido una separación dolorosa, cuando las palabras no sirven para expresar los sentimientos. Quizás se podría haber hecho algo por salvarlos, pero ya no se puede. Solo queda llorar.

La salvación de Jesús, para ser completa, tiene que ofrecer respuesta al enigma último de la existencia humana; por eso, Jesús anuncia la resurrección. 

La de Lázaro es solo una promesa. San Juan pone cuidado en indicar que salió del sepulcro «con las manos y los pies atados por las vendas y la cara envuelta en un sudario». Lázaro ha recuperado la vida que tenía antes de morir, pero conserva la condición mortal. Tendrá que volver a pasar por la muerte. Las vendas y el sudario lo recuerdan. 

El mismo evangelista hará referencia a que las vendas y el sudario de Jesús quedaron abandonadas (Jn 20,7), ya que su resurrección sí es definitiva. No recupera la vida de antes, sino que le introduce en la vida plena, en la que «ya no habrá muerte, ni llanto, ni dolor» (Ap 31,4).

Pero nuestra esperanza en la vida eterna no es solo para después de la muerte. Jesús quiere hacernos partícipes ya, en esta vida mortal, de la vida eterna. De manera parcial, según nuestras capacidades, pero real. 

No tenemos que esperar a morir para empezar a gozar del perdón de Dios y de la intimidad con Él. Los que creen no morirán para siempre, ya que – de alguna manera – ya han entrado en la vida. Como decía la beata Isabel de la Trinidad: «He encontrado mi cielo en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios está en mi alma».

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