sábado, 22 de marzo de 2014

La Samaritana, tercer domingo de Cuaresma


Jesús, cansado del camino, se sentó junto al manantial de Jacob. Pero el pozo es hondo y Él no tiene cubo con que sacar el agua. Se acerca una mujer. Podría significar una solución, pero los judíos no se hablan con los samaritanos. ¿Cómo iba un varón judío a pedir un favor a una mujer samaritana? Jesús lo hace, provocando su extrañeza. 

Se establece un diálogo y Él excava en el corazón de esta mujer que, lentamente, le revela lo que lleva dentro, reconociendo su pecado y su insatisfacción. 

La Samaritana confiesa que ya ha convivido con seis hombres, pero sigue sedienta de algo que apague el deseo de felicidad que le quema dentro. Finalmente, pide con humildad a Jesús: «Dame de tu agua». 

La liturgia interpreta que Jesús no tiene sed de agua material, sino del alma de esta mujer, de su salvación: «Cristo, al pedir agua a la samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del amor divino». Por eso, dice san Agustín: «Aquel que pedía de beber, tenía sed de la fe de aquella mujer».

En cierto momento, la mujer se convierte en apóstol y dice a sus paisanos: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será el Mesías?». Rogaron a Jesús que se quedara con ellos y Él aceptó. A los dos días, dijeron a la mujer: «Al principio creímos por lo que tú nos dijiste, pero ahora creemos por lo que hemos visto y oído». 

En este relato se produce un descubrimiento progresivo de la identidad de Jesús. Se comienza viendo en Él un hombre sediento. Cuando se le escucha, se descubre un maestro. Su doctrina es tan profunda que no puede venir de la tierra, tiene que ser un enviado de Dios. Él mismo confiesa a la mujer que es el Mesías. Se termina afirmando que es el salvador del mundo.

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