domingo, 5 de diciembre de 2021
Personajes del Adviento: Juan Bautista
En la liturgia de Adviento, la Iglesia deposita su mirada principalmente sobre cuatro grandes figuras bíblicas, que la ayudan a vivir este tiempo con autenticidad: Isaías, Juan Bautista, María y José. Este cuadro, que representa a san Juan Bautista señalando al Cordero que debe manifestarse es de Leonardo da Vinci.
La historia de Juan Bautista se lee en las misas de Adviento los domingos segundo (en sus tres ciclos) y tercero (ciclos a y b) y los días feriales (desde el sábado de la segunda semana hasta el viernes de la tercera). Las lecturas patrísticas del segundo y tercer domingo también reflexionan sobre su mensaje.
Su ayuno, su ascetismo y su oración en la soledad del desierto son un estímulo para los que quieren acoger al «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Bien encarna, por lo tanto, el espíritu del Adviento.
Juan es el punto de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre las promesas y su cumplimiento. Es el último de los profetas de Israel (que anuncian la futura llegada del mesías) y el primero de los evangelistas (que lo señalan como ya venido).
Después de varios años de retiro y soledad, comenzó su tarea de predicación. Muchos lo escucharon y se acercaron al río para participar en el rito penitencial que él proponía. Insistía en que la urgencia de la conversión estaba motivada por la llegada inminente del reino de Dios, tantas veces anunciado por los profetas. Supo reconocer al mesías y dar testimonio de él.
Quizás su testimonio más significativo sea el que dio poco antes de morir, cuando mandó mensajeros a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?» (Lc 7,19). La franqueza de la pregunta es la garantía de su seriedad.
Juan se encontraba al final de su existencia, caracterizada por las privaciones. Vivir de saltamontes y miel silvestre en el desierto no tiene nada que ver con las excursiones turísticas a los lugares santos o con las idealizaciones de las personas devotas. Él lo hizo sostenido por el convencimiento de una misión divina. En cierto momento, todo parecía hundirse, ya que Jesús no respondía a las expectativas de Juan.
La respuesta de Cristo sirvió para confirmarle en la fe y para ponerle un nuevo reto: «Contad a Juan Bautista lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia el evangelio, y ¡dichosos los que no se escandalicen de mí!» (Lc 7,22-23).
Efectivamente, se han cumplido las palabras de Isaías, que indicaban las señales de los días últimos. Si el bien vence sobre el mal y la buena noticia se anuncia a los "anawin", al resto humilde de Israel que confiaba en las promesas de Dios y esperaba su realización, es porque han llegado los días de la salvación.
Cuando los embajadores de Juan se retiraron, Jesús dijo que aquel no era «una caña batida por el viento», es decir: un hombre sin raíces ni convicciones, sino un profeta, «e incluso más que un profeta».
Juan conocía las obras de Jesús, pero en cierto momento dudó de que él se ajustara a la figura de mesías que sus contemporáneos esperaban, por lo que corría el riesgo de «escandalizarse».
Efectivamente, con Jesús irrumpió en el mundo la novedad de Dios, que cumple las promesas del Antiguo Testamento superándolas, que va más allá de nuestras expectativas, que rompe nuestros esquemas, que nos obliga a hacernos pequeños para ver, más allá de las apariencias, los signos que muestran que Jesús es el que vino, el que vendrá, el que está viniendo.
Jesús invita a creer no solo cuando Dios se adapta a nuestras ideas sino, especialmente, cuando las rompe. Precisamente Juan Bautista, que dará el testimonio supremo al derramar su sangre, se convierte en figura de Jesús, que nos salva por medio del anonadamiento y del don total de sí.
El Adviento de Dios (= su venida) sigue aconteciendo en la humildad. Él viene a los corazones de aquellos que no se dejan escandalizar por el hecho de que Dios no se presente como ellos deseaban. Viene a los corazones de los que están abiertos a la perenne novedad de Dios, que nunca se encierra en los pensamientos y deseos de los hombres, por muy nobles que sean.
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