jueves, 7 de noviembre de 2013

Escrito del beato Francisco Palau. Lucha del alma con Dios


Texto tomado del librito "Lucha del alma con Dios", que el breviario propone en el oficio de lectura en la memoria del beato Francisco Palau y Quer.

Dios en su providencia tiene dispuesto no remediar nuestros males ni otorgarnos sus gracias sino mediante la oración, y que por la oración de unos sean salvos los otros.

Si los cielos enviaron de arriba su rocío y las nubes llovieron al justo, si se abrió la tierra y brotó al Salvador, quiso Dios que a su venida precedieran los clamores y súplicas de los santos Padres, especialmente las de aquella Virgen singular que inclinó los cielos con la fragancia de sus virtudes y atrajo a su seno el Verbo increado.

Vino el Redentor y por medio de una oración continua reconcilió el mundo con su Padre.

Para que la oración de Jesucristo y los frutos de su redención se apliquen a alguna nación o pueblo, para que haya quien la ilumine con la predicación del Evangelio y le administre los sacramentos, es indispensable haya alguno o muchos que con gemidos y súplicas, con oraciones y sacrificios hayan conquistado antes aquel pueblo y lo hayan reconciliado con Dios.

A esto, entre otros fines, miran los sacrificios que ofrecemos en nuestros altares. La hostia que en ellos presentamos todos los días al Padre, acompañada de nuestras súplicas, no es solo para renovar la memoria de la vida, pasión y muerte de Jesucristo, sino también para obligar con ella al Dios de las bondades a que se digne aplicar la redención de su Hijo a la nación, provincia, ciudad, aldea, o a aquella o aquellas personas por quienes se celebra la santa misa. En ella es propiamente donde se negocia con el Padre la redención, o sea, conversión de las naciones.

Antes que la redención se aplicara al mundo o, lo que es lo mismo, antes que el estandarte de la cruz fuera enarbolado en las naciones, dispuso el Padre que su Unigénito, hecho carne, negociara esto con él con súplicas continuas, con fuertes clamores y con lágrimas, con angustias de muerte y con el derramamiento de toda su sangre, especialmente en el altar de la cruz, que levantó en la cima del Calvario.

Dios, para conceder su gracia aun a aquellos que ni la piden ni pueden pedirla, o no quieren, ha dispuesto y tiene mandado: Rogad los unos por los otros para que os salvéis. Si Dios dio la gracia de la conversión a san Agustín, se debió a las lágrimas de santa Mónica; y la Iglesia no tendría a san Pablo, dice un santo Padre, sino por la oración de san Esteban.

Y es digno de notarse aquí que los apóstoles, enviados a predicar y enseñar a todas las naciones, reconocen que el fruto de su predicación era más bien efecto de la oración que de su palabra, cuando en la elección de los siete diáconos, para que se encargasen de las obras externas de caridad, dicen: "Nosotros nos aplicaremos de continuo a la oración y al ministerio de la palabra".

Repare usted bien que dicen se aplicarán primero a la oración y solo después de esta al ministerio de la palabra, porque no fueron sin duda nunca a convertir un pueblo antes que en la oración hubiesen logrado que se convirtiera.

Jesucristo empleó en orar toda su vida y solo predicó unos tres años.

Así como Dios no dispensa sus gracias a los hombres sino mediante la oración, porque quiere que le reconozcamos por la fuente de donde dimana todo bien, tampoco nos quiere salvar de los peligros ni curar las llagas ni consolar en las aflicciones sino mediante la misma oración.

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