Una de las obras más enigmáticas de Tiziano, pintada cuando el maestro rondaba los noventa años, es su «Alegoría de la Prudencia». En ella se despliega un tríptico humano que funciona como un espejo espiritual: juventud, madurez y vejez, enlazadas por los hilos invisibles del tiempo. Cada rostro tiene su propio acento, cada mirada aporta un matiz, y cada animal que los acompaña transmite un mensaje, que solo se desvela a quien contempla el cuadro con atención.
La inscripción latina recuerda que el presente actúa con prudencia cuando se deja iluminar por el pasado, para no enturbiar el futuro. A su avanzada edad, Tiziano sabía que el tiempo es un maestro severo, pero también un compañero misericordioso para quien aprende a obedecer su ritmo. «EX PRAETERITO / PRAESENS PRVDENTER AGIT / NI FVTVRAM ACTIONEM DETVRPET» («Sobre la base del pasado / el presente prudentemente actúa / para no estropear la acción futura»).
A nuestra derecha, el joven, con la mirada elevada, emerge luminoso, casi expectante. En sus ojos late la promesa fecunda de lo que aún no es, pero puede llegar a ser. Su rostro, encendido por la luz, anuncia la belleza del comienzo, la potencia intacta, la audacia del primer paso. El perro que lo acompaña representa la docilidad del porvenir cuando es guiado por una mano firme: el futuro, a veces dócil, a veces rebelde, siempre abierto a la educación del espíritu.
En el centro, el hombre maduro mira de frente y asume el peso del presente. Una sombra suave acaricia su rostro sin borrarlo, recordando que la vida adulta está hecha de decisiones que deben tomarse sin certezas absolutas. El león que lo respalda simboliza la fortaleza y la constancia, pero también la tentación de la violencia interior, del impulso que, si no se somete a la razón, arrastra consigo los proyectos y oscurece la mirada. La madurez reclama humildad y firmeza: reconocer la propia fuerza sin dejarse devorar por ella.
A la izquierda, el anciano mira hacia el suelo, envuelto en sombras, como si los años hubieran consumido los contornos y solo permaneciera la esencia. El lobo a sus pies puede parecer una amenaza, pero es también emblema del tiempo que muerde los recuerdos, de la fragilidad de la memoria cuando la vida ya no mira hacia adelante. Y, sin embargo, aun en el ocaso, su presencia no es derrota, sino legado: la experiencia que sostiene el presente y orienta el porvenir.
Toda la pintura es una meditación sobre el misterio que nos constituye: ser criaturas de tiempo y, al mismo tiempo, llamadas a la eternidad. Cada rostro, cada animal, cada luz y cada sombra nos recuerda que solo el instante presente es tierra fértil para amar, porque el pasado ya se ha dado y el futuro aún no nos pertenece.
Que el Señor, origen y meta de nuestras vidas, dueño de nuestros amaneceres y nuestros crepúsculos, nos conceda la gracia de vivir con corazón prudente: arraigados en la memoria agradecida, fieles en la tarea que hoy se nos encomienda y abiertos a la esperanza en sus promesas. Porque solo quien vive así permite que el tiempo, lejos de devorarlo, se convierta en camino hacia la plenitud. Amén.

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