lunes, 1 de noviembre de 2021

Creo en la comunión de los santos


La Iglesia es más grande de lo que podemos ver. De ella formamos parte todas las personas que hemos puesto nuestra confianza en Cristo, tanto los que estamos vivos como los que ya han muerto. 

La tradición llama «Iglesia peregrinante» a los que caminamos en este mundo, viviendo en fe y en esperanza. 

Entre los difuntos, algunos han vivido con heroísmo las virtudes cristianas y ya han alcanzado la plenitud de la vida eterna: son los santos, que nos sirven de modelo en la vida y que interceden por nosotros ante el Señor. La tradición dice que forman la «Iglesia triunfante». 

Otros aún necesitan purificarse antes de poder vivir la plenitud de la vida eterna. La tradición los llama «Iglesia purgante». 

Santos y pecadores, cristianos vivos y difuntos estamos en comunión porque, entre todos, formamos la única Iglesia.

Los santos manifiestan la eficacia del evangelio de Cristo, que es capaz de transformar en cada generación a hombres y mujeres «de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,9). La Iglesia venera entre los santos a hombres y mujeres, ancianos y niños, padres de familia, monjes y vírgenes, misioneros y ermitaños. Todos ellos han llegado a la plenitud del amor para la que fuimos creados y ahora interceden por nosotros ante el Señor.

Ya en el Antiguo Testamento descubrimos que los israelitas confiaban en la intercesión de los antepasados justos ante el Altísimo. 

Lo podemos ver cuando Moisés ora por el pueblo diciendo: «Acuérdate de Abrahán, Isaac y Jacob, siervos tuyos» (Éx 32,13). 

También los jóvenes en el horno de fuego dicen: «No nos retires tu amor, por Abrahán, tu amigo, por Isaac, tu siervo, por Israel, tu consagrado» (Dan 3,34-35). 

Y el salmista ora: «Por amor a David, tu siervo, no des la espalda a tu ungido» (Sal 132 [131],10). 

En polémica con los saduceos, que negaban la resurrección, Jesús mismo citó la Escritura, que pone a los patriarcas por intercesores ante el Altísimo, diciendo: «No es Dios de muertos, sino de vivos» (Lc 20,38). 

Finalmente, el Apocalipsis habla del culto de los redimidos ante el trono de Dios: los veinticuatro ancianos (imagen de los doce padres de las tribus de Israel y de los doce apóstoles, de los justos del Antiguo y del Nuevo Testamento) tenían en sus manos «copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos» (Ap 5,8). 

Por este motivo, los católicos confiamos en la poderosa intercesión de los santos, aunque sabemos que Jesucristo es el único salvador del mundo «ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8). Confiamos en que el que los ha redimido y glorificado a ellos nos salvará y nos llevará a la plenitud de la vida también a nosotros.

El 1 de noviembre la Iglesia celebra la fiesta de todos los santos. Así recuerda no solo a aquellos que han sido canonizados y cuyos nombres están recogidos en los catálogos o «martirologios», sino también a los que ya han alcanzado la plenitud de la vida, aunque permanezcan desconocidos para la mayoría.

El 2 de noviembre conmemoramos a todos los fieles difuntos. La cercanía de estas dos celebraciones ayuda a comprender el significado de la «comunión de los santos», ya que en el Cuerpo místico de Cristo, los vivos oramos por los difuntos (para que Dios les dé el perdón y la paz eterna) y los que ya han alcanzado la patria definitiva oran por nosotros (para que Dios no tenga en cuenta nuestras faltas y nos trate con misericordia).

«Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones» (Catecismo, 962).

La Iglesia, al canonizar a algunos de sus miembros después de un complejo proceso de verificación, proclama públicamente que han sido fieles a la gracia de Dios, practicando heroicamente las virtudes. De esta manera, «reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella y sostiene la esperanza de los fieles, proponiendo a los santos como modelos e intercesores» (Catecismo, 828). La liturgia los llama «los mejores hijos de la Iglesia» (Prefacio del día de todos los santos).

Ante todo, los santos son modelos de vida para los cristianos porque se han identificado con Cristo, cada uno en su propio estado y condición. Los santos nos recuerdan que todos estamos llamados a vivir en plenitud la vocación bautismal, especialmente mediante la práctica de las bienaventuranzas. Ellos testimonian que el mensaje de Cristo es siempre actual ya que, en distintas épocas y lugares, han sido capaces de encarnar el evangelio y de hacerlo creíble. Santa Teresita dice que el mundo de las almas es como un jardín, en el que cada flor es hermosa y manifiesta a su manera la belleza del Creador. Esto se puede aplicar especialmente a los santos, que reflejan la luz de Cristo sobre el mundo, como la luna y las estrellas reflejan la única luz del sol, cada una allí donde se encuentra.

Los santos también son válidos intercesores ante Dios. El concilio Vaticano II reafirmó la fe en la comunión de los santos, indicando que los que ya están definitivamente unidos a Cristo trabajan para que el resto de la Iglesia alcance la meta prometida: «No cesan de interceder por nosotros ante el Padre. Su fraterna solicitud ayuda mucho a nuestra debilidad» (LG 49). Santa Teresita manifestó en diversas ocasiones su conciencia de que pasaría el cielo haciendo el bien en la tierra, de que su misión de salvar almas continuaría después de su muerte. Efectivamente, quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace cada vez más cercano a ellos.

Por último, los santos estimulan nuestra esperanza de alcanzar la vida eterna. Al reflexionar en su destino, nuestro corazón se ensancha y se alegra por las maravillas que Dios ha reservado para los que le aman. El testimonio de los santos, que ya gozan la vida eterna nos hace desear esa plenitud de vida para la que fuimos creados y nos hace exclamar, con santa Teresa de Jesús: «Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero».

Poema a todos los santos, de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

Patriarcas que fuisteis la semilla
del árbol de la fe en siglos remotos,
al vencedor divino de la muerte,
rogadle por nosotros.

Profetas que rasgasteis inspirados
del porvenir el velo misterioso,
al que sacó la luz de las tinieblas,
rogadle por nosotros.

Almas cándidas, santos inocentes,
que aumentáis de los ángeles el coro,
al que llamó a los niños a su lado,
rogadle por nosotros.

apóstoles que echasteis en el mundo
de la Iglesia el cimiento poderoso,
al que es de la verdad depositario,
rogadle por nosotros.

Mártires que ganasteis vuestra palma
en la arena del circo, en sangre rojo,
al que os dio fortaleza en los combates,
rogadle por nosotros.

Vírgenes, semejantes a azucenas
que el verano vistió de nieve y oro,
al que es fuente de vida y hermosura,
rogadle por nosotros.

Monjes que de la vida en el combate
pedisteis paz al claustro silencioso,
al que es iris de calma en las tormentas,
rogadle por nosotros.

Doctores cuyas plumas nos legaron
de virtud y saber rico tesoro,
al que es caudal de ciencia inextinguible,
rogadle por nosotros.

Soldados del ejército de Cristo,
santas y santos todos,
rogadle que perdone nuestras culpas
a aquel que vive y reina entre nosotros. Amén.

Tomado de mi libro "La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas", editorial Monte carmelo, Burgos, 2017, ISBN: 978-84-8353-865-4. La editorial Monte Carmelo tiene distribuidores en todo el mundo por lo que, si alguien está interesado en el libro, basta con que dé estos datos en cualquier librería religiosa y ellos se lo hacen llegar. Pueden ver la presentación de la editorial en este enlace

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