jueves, 29 de octubre de 2020

Teología del culto a los santos


Se acercan la fiesta de todos los santos y la conmemoración de todos los fieles difuntos, por lo que es bueno que reflexionemos sobre la esperanza cristiana en la vida eterna y sobre el lugar que los santos ocupan en nuestras vidas.

La Iglesia, al canonizar a algunos de sus miembros después de un complejo proceso de verificación, proclama públicamente que han sido fieles a la gracia de Dios, practicando heroicamente las virtudes. De esta manera, «reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella y sostiene la esperanza de los fieles, proponiendo a los Santos como modelos e intercesores» (Catecismo 828). 

El papa Benedicto XVI llegó a decir que «no alabamos suficientemente a Dios si no alabamos a sus santos. La luz sencilla y multiforme de Dios solo se nos manifiesta en su variedad y riqueza en el rostro de los santos, que son el verdadero espejo de su luz». Por eso, la liturgia los llama «los mejores hijos de la Iglesia» (prefacio del día de todos los santos).

Los santos no son solo personajes del pasado, a los que recordar, sino que están vivos, intercediendo por nosotros ante Dios y ayudándonos en nuestro caminar.

Ante todo, los santos son MODELOS DE VIDA para los cristianos porque se han identificado con Cristo, cada uno en su propio estado y condición. Los santos nos recuerdan que todos estamos llamados a vivir en plenitud la vocación bautismal, especialmente mediante la práctica de las bienaventuranzas. Ellos testimonian que el mensaje de Cristo es siempre actual ya que, en distintas épocas y lugares, han sido capaces de encarnar el evangelio y de hacerlo creíble. Santa Teresita dice que el mundo de las almas es como un jardín, en el que cada flor es hermosa y manifiesta a su manera la belleza del Creador. Esto se puede aplicar especialmente a los santos, que reflejan la luz de Cristo sobre el mundo, como la luna y las estrellas reflejan la única luz del sol, cada una allí donde se encuentra.

Los santos también son válidos INTERCESORES ANTE DIOS. El concilio Vaticano II reafirmó la fe en la comunión de los santos, indicando que los que ya están definitivamente unidos a Cristo trabajan para que el resto de la Iglesia alcance la meta prometida: «No cesan de interceder por nosotros ante el Padre. Su fraterna solicitud ayuda mucho a nuestra debilidad» (LG 49). Santa Teresita manifestó en diversas ocasiones su conciencia de que pasaría el cielo haciendo el bien en la tierra, de que su misión de salvar almas continuaría después de su muerte. Efectivamente, quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace cada vez más cercano a ellos.

Por último, los santos ALIMENTAN LA FE EN LA VIDA ETERNA Y ESTIMULAN NUESTRA ESPERANZA de alcanzarla. Al reflexionar en su destino, nuestro corazón se ensancha y se alegra por las maravillas que Dios ha reservado para los que le aman. El testimonio de los santos, que ya gozan la vida eterna, nos hace desear esa plenitud de vida para la que fuimos creados y nos hace exclamar, con santa Teresa de Jesús: «Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero».

Este último aspecto tiene especial importancia en nuestros días, en que se tiende a olvidar esta dimensión fundamental de la fe cristiana. La vida eterna no es un sueño, sino el contenido de nuestra esperanza. Jesucristo, que resucitó de entre los muertos, nos prometió que quienes creen en él no morirán para siempre. Nosotros esperamos participar un día de su vida gloriosa. Los santos ya nos preceden e iluminan nuestro caminar hacia la patria definitiva.

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