sábado, 20 de octubre de 2012

Contexto histórico de santa Teresa de Ávila

Teresa de Cepeda y Ahumada vivió durante el llamado «siglo de oro español». Entre otros, fue contemporánea de Erasmo de Roterdam, Martín Lutero, Carlos V y Felipe II. Vivió una época compleja, en la que la «monarquía católica» hispana alcanzó su máximo poderío económico, militar y político. Las universidades de Salamanca y Alcalá eran referentes culturales a nivel europeo. Las Bellas Artes conocieron un desarrollo y una creatividad sin precedentes. Los pueblos y ciudades de España se llenaron de templos, palacios, hospitales, edificios públicos y fuentes. Por entonces compusieron su música Juan del Encina y Tomás Luis de Victoria y escribieron Garcilaso de la Vega, fray Luis de León, Lope de Vega, Góngora y Cervantes. Mientras Juan de Herrera construía el Escorial, Diego de Siloé, Juan de Juni y el Greco realizaban sus mejores obras. La Celestina o El Lazarillo de Tormes, también contemporáneos, describen perfectamente las contradicciones de aquel tiempo.


Felipe II poseyó un imperio como nunca se había dado antes ni se ha repetido después, «en el que nunca se ponía el sol», compuesto por las tierras de Castilla y sus posesiones del norte de África, así como América y Filipinas, Aragón y sus posesiones en el sur de Francia y en el Mediterráneo: Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Orán, Túnez, el Rosellón, el Franco-Condado, Cataluña y Valencia, Navarra, los Países Bajos, el Imperio romano-germánico, Portugal y sus colonias de África y Asia.

No fue fácil mantener unidas tierras y gentes tan distintas y lejanas entre sí. Las tropas españolas se vieron envueltas en numerosas guerras internacionales. En primer lugar estaban las conquistas en el Pacífico y en América, en las que participaron muchos conocidos y parientes de Teresa. Cuando ella contaba 13 años sabe que ha llegado a Toledo Hernán Cortés, conquistador del imperio de Moctezuma, acompañado por indios, animales y frutos exóticos. Poco después, sus hermanos y otros parientes partieron hacia las Indias, donde lucharon al lado de los fieles a la corona contra Pizarro y los rebeldes. Pero los Tercios españoles se vieron envueltos en muchos otros conflictos: enfrentamientos con Francia por el control de Nápoles y el Milanesado (el mismo padre de Teresa participó como caballero en la guerra de Navarra, en la que resultó herido san Ignacio de Loyola), con el Papado por otros intereses en la península italiana (el famoso «sacco» de Roma tuvo lugar cuando ella contaba doce años), con los berberiscos y los turcos otomanos por el control del Mediterráneo (la batalla de Lepanto tuvo lugar en 1571), con Inglaterra por el control del Atlántico (el fracaso de la armada invencible es de 1588), con los Países Bajos que buscaban la independencia, con Portugal por derechos sucesorios, guerras centroeuropeas de religión..., sin que faltaran las revueltas de los moriscos en el interior de la península Ibérica (de 1568 a 1571 se desarrolló la guerra de las Alpujarras granadinas). Y podrían seguir nombrándose otros conflictos contemporáneos.

Demasiados enfrentamientos para una población de apenas seis millones de habitantes. Las familias castellanas vieron partir uno tras otro a todos sus varones. Comenzaron a faltar los brazos necesarios para el cultivo de la tierra. Esto, unido a algunos años de sequía y al continuo crecimiento de los impuestos para mantener esa gran máquina belicista, provocaron el hambre y la miseria entre la población. Además, la llegada del oro y la plata americanos hizo crecer la inflación; a pesar de que una gran cantidad pasaba directamente de las galeras a los depósitos de los prestamistas extranjeros. La monarquía hubo de anunciar la bancarrota en varias ocasiones. Se sucedieron las revueltas populares (insurrecciones en Flandes, en Castilla, en Aragón, en Valencia, etc.), que fueron aplastadas sin miramientos.

Teresa de Ávila fue plenamente consciente de los acontecimientos de su tiempo. Es sorprendente la cantidad de referencias que encontramos en sus obras al Concilio de Trento, a las guerras de religión, a las revueltas de los moriscos, a los enfrentamientos con Francia y Portugal, a los procesos inquisitoriales y a los Índices de libros prohibidos, a las conquistas americanas y a los productos que de allí llegaban: patatas, cocos, pipote, tacamata... Tuvo relación directa o epistolar con todos los estratos de la sociedad del momento: Felipe II y sus secretarios, correos mayores y administradores, príncipes e infantas, virreyes, cortesanos y nobles rurales, profesores universitarios y estudiantes, campesinos y mendigos, banqueros y mercaderes, albañiles y arrieros. Entre los eclesiásticos se trató con cardenales, nuncios y obispos, teólogos y misioneros, religiosos de casi todas las congregaciones contemporáneas, poderosas abadesas y beatas pícaras, sin olvidar a numerosos Santos canonizados de su época: san Pío V, san Pedro de Alcántara, san Juan de Ávila, san Luis Bertrán, san Francisco de Borja, san Juan de Ribera, san Juan de la Cruz. Algo inaudito para una mujer del s. XVI y -más aún- ¡monja de clausura!

Sus escritos autobiográficos (en cierto sentido, todas sus obras lo son) y las numerosas cartas que han llegado a nosotros nos permiten tener un conocimiento bastante completo de su vida, obra de fundadora y pensamiento. Nos encontramos ante una mujer dotada de una inteligencia despierta, de una voluntad intrépida y de un carácter abierto y comunicativo. Su ingenio y simpatía la convirtieron en la hija preferida de sus padres y capitana de todos los juegos de infancia. Ella misma reconoce que «Las gracias de naturaleza que el Señor me había dado, según decían, eran muchas» (V 1,9). Un contemporáneo suyo, el P. Pedro de la Purificación, escribió: «Una cosa me espantaba de la conversación de esta gloriosa madre, y es que, aunque estuviese hablando tres y cuatro horas, tenía tan suave conversación, tan altas palabras y la boca tan llena de alegría, que nunca cansaba y no había quien se pudiera despedir de ella». Parecido es el testimonio de la Hna. María de san José: «Daba gran contento mirarla y oírla, porque era muy apacible y graciosa». Fray Luis de León añade: «Nadie la conversó que no se perdiese por ella».

Su simpatía natural le abrió numerosas puertas y la ayudó a entretejer una compleja red de relaciones y de amistades incondicionales con personas de las más variadas proveniencias sociales, aunque también le creó serias dificultades entre los que no veían compatibles la afabilidad y la santidad. Ella tenía muy claro que «cuanto más santas, han de ser más conversables», porque «la caridad crece al ser comunicada». También decía: «Dios nos libre de los santos encapotados», porque «un Santo triste es un triste Santo» y «un alma apretada no puede servir bien a Dios». Y le gustaba repetir: «Tristeza y melancolía, no las quiero en casa mía».

La fascinación que su persona y sus escritos despertaron en mí desde la infancia ha crecido con el pasar de los años, lo que me ha llevado a compartir muy hermosas experiencias provocadas por su lectura, con los públicos más variados y en las latitudes más diversas. Siempre doy gracias a Dios por habernos dado a la que considero mi madre y mi maestra en los caminos del espíritu.

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