miércoles, 8 de mayo de 2024

Jesucristo resucitó y nos abrió el camino de la inmortalidad. Comentario al Credo


La muerte de Jesús parecía un fracaso. Aparentemente, sus enemigos demostraron que su predicación era absurda y que Dios no está cerca de los pobres y de los humildes, como decía él. Su vida y sus promesas parecieron no tener sentido, y a sus discípulos les dio miedo de acabar como él, por lo que unos volvieron a sus lugares de origen y otros permanecieron escondidos en Jerusalén. Todos se encontraban confundidos, asustados, sin esperanza.

Sin embargo, los mismos que huyeron atemorizados, salieron de pronto a la luz para gritar su fe. Aunque fueron perseguidos, encarcelados y maltratados hasta la muerte, aunque se les prohibió hablar en el nombre de Jesús, ya nunca más tuvieron miedo. ¿Qué había pasado? Que Jesús resucitado les salió al encuentro y les dio el Espíritu Santo. 

Esta es la primera confesión de fe de los cristianos, tal como la formuló san Pedro el día de Pentecostés: a Jesús «lo matasteis, clavándolo a una cruz por mano de hombres inicuos. […] A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. […] Con toda seguridad conozca la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y mesías a Jesús» (Hch 2,23-36). No es un sueño, no es un fantasma. Es el mismo Jesucristo. Igual que antes, pero más que antes. Una presencia que se impone llena de poderío. Ellos son los testigos.

Los discípulos no cuentan cómo sucedió la resurrección, porque ellos no estaban allí en aquel momento preciso. Lo que testimonian es que Jesús resucitó durante la noche, mientras ellos estaban escondidos y asustados (cf. Jn 20,19), y se hizo presente en sus vidas, transformándolas. No fueron ellos los que le buscaron. Fue él quien tomó la iniciativa y se manifestó a las mujeres, a algunos discípulos, a más de quinientos hermanos... juntos y por separado, haciéndoles comprender que él ha vencido a la muerte y que ahora vive para siempre. «Los discípulos, que antes habían perdido toda esperanza, llegaron a creer en la resurrección de Jesús porque lo vieron de formas diferentes después de su muerte, hablaron con él y experimentaron que estaba vivo» (Youcat, 105).

Los primeros cristianos formularon su fe diciendo que Jesús resucitó «según las Escrituras». Esta indicación es esencial para entender bien el anuncio de la resurrección, puesto que la misma palabra «resucitar» no significa más que levantarse o despertar de un sueño. Pero en el caso de Jesús no nos encontramos ante un regreso a la situación anterior al momento de su muerte (como en el caso de Lázaro), sino ante una situación completamente nueva, que solo las Escrituras nos pueden explicar, porque no tenemos otros puntos de referencia en la historia humana.

En la resurrección de Jesús se cumplen todas las Escrituras. Aunque pueda sorprendernos, la pasión, muerte y resurrección de Jesús entraban en el proyecto de salvación de Dios, preparado desde toda la eternidad y revelado desde antiguo. Por eso, los apóstoles hicieron un uso abundante del Antiguo Testamento para explicar el misterio de Jesús, especialmente el de su muerte y resurrección.

Por otro lado, si nosotros creemos esta verdad, lo hacemos «según las Escrituras», es decir, sin más prueba y apoyo que el propio anuncio de los primeros testigos, tal como queda recogido en las Escrituras. Creer, aceptar la resurrección, es creer el anuncio del Nuevo Testamento.

Que Jesús resucitó no significa que un muerto se puso de pie, que volvió a esta vida, sino que es muchísimo más: es el principio de «la nueva creación». Significa que el Padre dio la razón a Jesús y transformó su humillación en exaltación.

Todo lo que hizo y dijo Jesús revela su verdadero sentido porque se manifiesta auténtico, verdadero en él. Confió en el Padre hasta la muerte y el Padre le libró de la muerte, haciendo mucho más que devolverle la vida perdida: le convirtió en Primogénito, en el primer nacido del nuevo mundo que Jesús había anunciado, juez de vivos y muertos, última referencia de todo lo que existe.

Y podemos tener la confianza de que todo lo sucedido en él está destinado a suceder en nosotros, porque él es el primero a quien siguen muchos hermanos, que mueren con él para vivir con él para siempre en el Reino de Dios.

Los que vieron a Jesús resucitado comprendieron los signos que realizó, comprendieron sus palabras y su muerte. Todo adquirió un significado nuevo, más profundo. Descubrieron que la muerte no es el final de nuestra existencia, porque hemos sido creados para amar a Dios y compartir su vida. En la resurrección de Jesús se nos confirma su anuncio: el amor de Dios no puede fallar. Por eso ya no tenemos miedo, porque estamos seguros de que «ni la muerte, ni la vida, ni otra criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rom 8,31-39).

Nuestro lenguaje es insuficiente para explicar el misterio de la resurrección de Cristo, por eso intentamos contarlo con símbolos y poesías. Pero eso no quita para que la resurrección sea es un hecho histórico (en el sentido de que verdaderamente ha sucedido en la historia), real, testimoniado y documentado.

La resurrección abre una puerta a la vida eterna y nos permite el acceso a la vida de Dios. En este sentido, va más allá de la historia, pero ha dejado su huella en la historia, en los testigos que se encontraron con el resucitado. No fueron los sueños de unos exaltados, sino verdaderos encuentros con una persona viva que también los vivificó a ellos.

Los cristianos creemos que el Hijo de Dios se ha hecho carne de verdad, que ha entrado en nuestra historia y ha asumido nuestra realidad concreta. Y creemos que Cristo ha resucitado verdaderamente, que su carne ha sido glorificada y que también resucitará la carne de cada uno de nosotros, su historia concreta y real, llevándola a plenitud.

«La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naín, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena “ordinaria”. En cierto momento, volverán a morir. La Resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, él pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que san Pablo puede decir de Cristo que es “el hombre celestial”» (Catecismo, 646).

Semana Santa y Pascua es el tiempo de la celebración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. ¿Cómo vivo esos días? ¿Qué recuerdo de la Vigilia Pascual, que es la celebración más importante de todo el año?

No hay palabras humanas que puedan expresar correctamente lo que la Iglesia celebra en la Pascua. No basta con decir que es el recuerdo de la muerte y resurrección de Cristo. Los cristianos queremos comprender el significado profundo de esos hechos. Por eso repetimos con san Pablo que Cristo murió «por nuestros pecados» y que fue resucitado «para nuestra justificación» (Rom 4,25). Desde el principio, la Iglesia lo ha contado cantándolo. De hecho, las cartas de san Pablo y el Apocalipsis recogen varios himnos de los orígenes del cristianismo que celebran el misterio pascual.

Uno de los más antiguos himnos litúrgicos de la Iglesia romana es el pregón pascual, que ya está testimoniado desde el s. IV, al final de las persecuciones del Imperio romano contra los cristianos: «Exulten por fin los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo, y por la victoria de rey tan poderoso que las trompetas anuncien la salvación. Goce también la tierra, inundada de tanta claridad, y que, radiante con el fulgor del Rey eterno, se sienta libre de la tiniebla…»


Tomado de mi libro "La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas", editorial Monte Carmelo, Burgos 2017, ISBN: 978-84-8353-865-4 (páginas 113-118).

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