martes, 4 de julio de 2023

4 de julio. Beata María Crocifissa Curcio


Maria Crocifissa Curcio nació en Ispica (municipio de Sicilia, en Italia), el año 1877. Cuando tenía 13 años leyó el «Libro de la Vida» de santa Teresa de Jesús (de Ávila), que despertó en ella el deseo de entregarse a Cristo. Ese mismo año se inscribió en la Tercera Orden Carmelita. Así profundizó en la espiritualidad del Carmelo y en el amor a Jesús y María.

En 1909 comenzó a llevar vida en común con otras compañeras terciarias, consagradas a la oración, la educación cristiana de la juventud y el cuidado de niñas huérfanas en una casa que le dejaron sus familiares. En 1912 se trasladaron a una casa de acogida para niñas pobres y huérfanas que les confiaron en la cercana ciudad de Módica.
 
A pesar de sus deseos de ser religiosas, varias dificultades se lo fueron impidiendo durante años, especialmente la incomprensión del obispo local, que quería agregarlas a una congregación de la familia dominica, a lo que ellas siempre se opusieron, ya que querían vivir la espiritualidad carmelita.

Finalmente, al día siguiente de participar en la ceremonia de canonización de Santa Teresita, en 1925, se allanaron los caminos que dieron lugar al nacimiento de la congregación de «carmelitas misioneras de santa Teresa del Niño Jesús» ese mismo año.

En estos momentos están presentes en Italia, Malta, Rumanía, Brasil, Canadá, Tanzania, Filipinas, Indonesia y Vietnam. 

La madre María Crocifissa educó a sus religiosas en una sólida piedad y en un espíritu misionero y de amor a la Iglesia. Murió el 4 de julio de 1957. Fue beatificada el año 2005. 

«Abandonémonos en el Sagrado Corazón de Jesús y vivamos en este océano de fuego del amor, para tener la luz, la fuerza de nuestras acciones, para comunicar la luz del amor a las almas que se nos han confiado, con amor, con la dulzura y la humildad de la fuente eucarística. Bendita sea el alma que vive con este íntimo secreto de los santos, esforcémonos por alcanzar ese grado de amor que es el secreto de la perfección religiosa que hemos jurado alcanzar: ¡ser santos! En la vida activa, conservemos la intimidad con Dios y no rechacemos ningún esfuerzo porque es esencial al designio divino de cada uno de nosotros, hacer el bien a las almas es nuestra misión. Esta actividad deberá completar en nosotros la perfección, el amor hacia aquel que nos ama infinitamente». (Diario espiritual, 14 de junio de 1939).

Su cuerpo se conserva en una capilla de la casa madre de la congregación, en Santa Marinella (cerca de Roma).


Oración colecta. Oh Dios, que en la beata María Crocifissa has dado a tu Iglesia un modelo de contemplación y de acción, te rogamos nos concedas por su ejemplo e intercesión, que por la contemplación de tu rostro y en el servicio a los hermanos, colaboremos a la restauración de tu imagen en el corazón de los hombres. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.

Oración sobre las ofrendas. Padre celestial, recibe los dones que humildemente te ofrecemos en memoria de tu virgen la beata María Crocifissa, y concédenos, por esta hostia inmaculada, permanecer ardiendo en tu presencia en el fuego sagrado de tu amor. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

Oración después de la comunión. Reconfortados con el pan del cielo, imploramos, Señor, de tu bondad que a cuantos nos llena de alegría el recuerdo de tu virgen la beata María Crocifissa, nos concedas el perdón de las culpas, la salud de los cuerpos, la gracia del alma y la gloria eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.


No he encontrado ninguno de sus escritos traducido al español, por eso he traducido algunos párrafos de uno en el que cuenta los inicios de su vocación.

De los «Recuerdos de mi infancia» de la beata María Crocifissa Curcio:

A los 11 años, mi padre no me permitió seguir estudiando, porque decía que debía instruirme en los trabajos domésticos bajo la supervisión de mi madre. Solo me permitía leer los libros de estudio de mis hermanos y algunos libros religiosos que había en casa. Yo los leía, o mejor dicho, los devoraba.

Entre esos libros encontré la Vida de la seráfica madre del Carmelo, santa Teresa de Jesús. Esta santa supuso para mí un faro de luz celestial, que me llenó de consolación espiritual y me abrió un nuevo horizonte. Me permitió superar mis deseos de estudiar y recuperé la paz y alegría que había perdido desde que me habían negado la posibilidad de seguir formándome.

Leía y releía con gusto la vida de esta gran santa, que me transformó en pocos días. Dejé de ser la niña que buscaba compañeras para jugar y me gozaba en soledad, leyendo libros devotos, rezando mucho, con deseo de recibir los sacramentos, especialmente la Comunión, tanto que se lo manifesté a mi hermana mayor, que también era mi madrina de bautismo. Ella y mi buena madre me apoyaban, pero mi padre y mis hermanos se oponían con fuerza.

En mí crecían los santos deseos y procuraba alimentar mi corazón en la oración, especialmente meditando en la pasión de Jesús. Mis parientes se daban cuenta de mi cambio de carácter y costumbres, y cada uno lo interpretaba a su manera. Mi hermana mayor y madrina comprendió que era la obra de la Gracia de Dios y mi tierna madre, siempre buena y condescendiente, procuraba darme contento me permitía a veces que acudiera a la iglesia, acompañada por una persona de su confianza.

Seguí así durante algunos años y cada día sentía más clara mi vocación a la vida religiosa. Quería conocer como fuera algún instituto carmelitano y me atreví a decírselo a mi familia, a pesar de lo severos que eran conmigo.

La superiora de la Orden Tercera del Carmen, que se había fundado hacía poco en mi ciudad, era pariente de mi hermana, la que estaba casada y me quería tanto. Con su intercesión obtuve el permiso para entrar a formar parte de la Orden Tercera. A las terciarias que tenían mi misma edad les confié mis deseos.

El fervor, la piedad y el espíritu de oración crecían en mí. Mi seráfica madre santa Teresa y muchos otros santos de esta santa Orden me alimentaban y sentía dentro la gran misión que la tierna Madre del Carmelo, la Virgen María, había preparado para mí: Tenía que reunirme con otras compañeras y hacer que el Carmelo volviera a florecer en mi tierra y en otros lugares. ¿Era un sueño, una ilusión juvenil? La Gracia de Dios obraba en mí y me concedía hacer unas comuniones muy fervorosas, bendiciéndome con carismas del cielo.

En una Comunión gusté mi primer encuentro personal con Jesús. En soledad gozaba esas caricias y otras del Señor, porque no sabía cómo contárselo a mi confesor.  Recuerdo que una vez me preguntaba si esos encuentros entre Jesús y el alma eran verdaderos y después de recibir la Comunión, cuando volví a sentir esa presencia, alguien me regaló una estampa. Al mirarla, se me fueron las dudas.

Mientras estaba ocupada en una actividad, me pareció ver el Sagrado Corazón de Jesús, que me llamó con mi nombre de pila y dijo: «Rosa de mi corazón». Me mostró su Corazón divino y pude leer esas palabras escritas en él con letras de oro. Estaba fuera de mí por la alegría inmensa que me inundó. Aquella manifestación interior del Corazón de Jesús acrecentó en mí el fervor en la oración y los grandes deseos. Quería hacer penitencias de todo tipo, mortificaciones, cosas que me costaran sacrificios, así que ayunaba, me privaba de mil cosas poniendo excusas para que mis familiares no pensaran que lo hacía para mortificarme.

Una vez, leí en la vida de una santa (no recuerdo cuál) que todo lo que hacía lo sometía a su director espiritual. Entonces me vino el temor de haber hecho cosas sin someterlas a la obediencia. Como no estaba acostumbrada a hablar de esas cosas con el confesor, no sabía cómo empezar a exponérselo.

Una amiga mía, no sé cómo, entendió que estaba afligida y me propuso que me confesara con un religioso de vida santa, con el que se confesaba ella, un buen padre franciscano, muy experimentado en dirigir las almas a la perfección.

Hice una confesión general con toda verdad y sinceridad, y sentí una verdadera purificación, sentí que una luz nueva entraba en mi alma, una verdadera reforma de mi vida. Después de aquella confesión general cambió mi carácter, no parecía la misma, ahora toda dedicada a la piedad, al recogimiento, sin interesarme ya en los juegos de niñas, soñaba cosas grandes. ¡Qué hermosos sueños de un corazón joven y ardiente, todo de Dios, porque no había conocido otro amor! Este período de luz, fervor y piedad se extendió desde los 11 a los 16 años.

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