Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

martes, 31 de julio de 2018

La pretensión cristiana


¿Qué podemos saber sobre Dios? La filosofía habla de Dios como de un ser omnipotente, omnisciente, impasible, inmutable, feliz en la contemplación de sus perfecciones, motor inmóvil, causa increada, principio sin principio... Las distintas religiones también hablan de Dios, de los dioses o de lo divino, como de aquel ser o aquellos seres que gobiernan el universo, las estaciones, la vida sobre la tierra, que justifican o mantienen el orden establecido o que remedian las necesidades de los hombres. A lo largo de los siglos se han escrito páginas sublimes sobre Dios y sobre el culto que debemos ofrecerle y otras verdaderamente deplorables. Al fin y al cabo son doctrinas formuladas por hombres que intentan compartir con los demás lo que ellos han intuido o experimentado. 

Podemos decir que las religiones representan un movimiento ascendente de la humanidad hacia Dios. Desde el principio de su historia, los seres humanos sienten la necesidad de Dios en lo más profundo de su ser y hacen lo posible por conocerle y agradarle, escribiendo tratados y buscando definiciones que descifren su misterio. Esfuerzo que surge de una necesidad interior escrita en nuestro corazón por Dios mismo, ya que fuimos creados para la comunión con él. Pero esfuerzo estéril, al fin y al cabo, debido a que Dios siempre supera todo lo que podemos pensar o comprender. Todas nuestras torres de Babel están condenadas al fracaso, porque el cielo queda siempre más allá de nuestras capacidades.

Pero ¿hay también un movimiento descendente de Dios hacia los hombres?, ¿ha salido Dios a nuestro encuentro? En ese caso no estaríamos hablando de las enseñanzas de los hombres sobre Dios, sino de las enseñanzas de Dios para los hombres.

Los cristianos creemos que sí. Las manifestaciones de Dios y sus enseñanzas a lo largo de la historia de Israel se recogen en el Antiguo Testamento. La manifestación de Dios en Jesucristo y sus enseñanzas se recogen en el Nuevo Testamento. La unión de estas dos partes de la revelación de Dios (el Antiguo y el Nuevo Testamento) forma la Biblia o Sagrada Escritura, que es la Palabra de Dios dicha a los hombres con palabras humanas. 

En primer lugar, la fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela. A Dios, que sale a nuestro encuentro y nos manifiesta su amor y su ternura, solo podemos responder por medio de la fe, que no consiste únicamente en aceptar que él existe, sino en relacionarnos personalmente con él, en hacer experiencia personal de su ternura.

Al mismo tiempo, la fe no carece de contenidos: el Dios en el que confiamos es el que se ha revelado especialmente en Cristo: en su vida, muerte, resurrección y don del Espíritu Santo. La revelación de Dios, tal como viene recogida en la Biblia, es el contenido primordial de nuestra fe. Es verdad que los textos bíblicos fueron escritos hace muchos siglos en idiomas distintos de los nuestros, por lo que necesitamos ayudarnos de traducciones, de estudios históricos que nos permitan comprender el contexto, de interpretaciones de los distintos géneros literarios, etc.

La Biblia dice que Dios ha tenido una paciencia infinita con los hombres porque nos ama como un padre o una madre a sus hijos. Ya antiguamente se manifestó de formas muy variadas a aquellas personas de buena voluntad que buscaron sinceramente su rostro y, de una manera progresiva, se fue revelando. Esto era una preparación para su manifestación definitiva en Cristo, en el que se nos ha dado del todo. 

Los cristianos creemos que, «cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer» (Gál 4,4). Jesús no es un mensajero entre otros, no es un visionario que nos hace partícipes de lo que ha descubierto en Dios. Él es el Hijo, por lo que sus palabras sobre Dios son distintas de cualquier otra palabra. No transmite lo que él cree o imagina, sino lo que ha visto desde el principio. Lo afirma claramente san Mateo cuando dice: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar» (Mt 11,27). Y lo profundiza san Juan cuando afirma: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). La palabra que traducimos como «lo ha dado a conocer» es exegheomai, que literalmente significa «nos ha hecho la exégesis»; es decir, nos lo ha explicado como un profesor que analiza un texto antiguo con sus alumnos, explicándoles el sentido de los términos, su contexto, la etimología de las palabras… para que puedan entender su significado. Eso es lo que Jesús ha hecho con nosotros: nos ha «explicado» a Dios.

En su infinita misericordia, Dios nos ha hablado; y no por medio de mensajeros, sino por su Hijo, que se ha hecho uno de nosotros y ha usado nuestro lenguaje para que podamos entenderle. Ha entrado en nuestra historia y se ha dirigido a nosotros para explicarnos quién es él, qué espera de los hombres y quiénes somos nosotros mismos. El cristianismo surge porque Dios ha hablado a los hombres. La fe es la respuesta de los hombres a Dios que se revela.

Si es Dios mismo el que nos habla por medio de Cristo, no podemos quedarnos indiferentes ante su Palabra, porque él espera nuestra respuesta. Ante nosotros se presentan la luz y las tinieblas, la vida y la muerte, la felicidad y la insatisfacción. Es necesario hacer opciones: «Quien tiene al Hijo tiene la vida, quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1Jn 5,12). Así de sencillo y de contundente: Jesús no es un personaje como los demás, una opción entre otras, sino la presencia de Dios-con-nosotros. Si lo acogemos, tenemos la Vida eterna y la Verdad de Dios; si lo rechazamos, nos quedamos con nuestra pequeña vida mortal y con nuestras verdades a medias.

«Por una decisión enteramente libre, Dios se revela y se da al hombre. Lo hace revelando su misterio, su designio benevolente que estableció desde la eternidad en Cristo en favor de todos los hombres. Revela plenamente su designio enviando a su Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo» (Catecismo, 50).

Puntos para la reflexión y oración

La carta a los Hebreos afirma: «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,1-2). San Juan de la Cruz explica varias veces este texto. Veamos uno de sus comentarios, en el que afirma con contundencia que Jesús es el definitivo revelador de Dios (y del hombre también):

«Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos solo en él, porque en él te lo tengo dicho todo y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas. Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte, y si pones en él los ojos, lo hallarás en todo; porque él es toda mi palabra y mi respuesta, y es toda mi visión y toda mi revelación. Lo cual os he ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por hermano, compañero y maestro, precio y premio. Porque desde aquel día que bajé con mi Espíritu sobre él en el monte Tabor diciendo: “Este es mi amado Hijo, en quien me he complacido; escuchadle”, ya alcé yo la mano de todas esas maneras de enseñanzas y respuestas y se la di a él. Oídle a él, porque ya no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar» (2 Subida, 22,5).

«La plena y definitiva etapa de la revelación de Dios es la que él mismo llevó a cabo en su Verbo encarnado, Jesucristo, mediador y plenitud de la revelación. En cuanto Hijo Unigénito de Dios hecho hombre, él es la Palabra perfecta y definitiva del Padre. Con la venida del Hijo y el don del Espíritu, la revelación ya se ha cumplido plenamente, aunque la fe de la Iglesia deberá comprender gradualmente todo su alcance a lo largo de los siglos. “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (San Juan de la Cruz)» (Compendio, 9).

Para acercarnos con provecho a la persona de Jesús y a su mensaje necesitamos una virtud que hoy no está de moda (quizás porque en el pasado a menudo no se entendió correctamente): la humildad, tal como él mismo nos enseñó: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25). El Señor nos la conceda, para que podamos acercarnos a él con el alma bien dispuesta.

Poemilla de Miguel de Unamuno (1864-1936).

Agranda la puerta, Padre,
porque no puedo pasar;
la hiciste para los niños.
Yo he crecido, a mi pesar.

Si no me agrandas la puerta,
achícame, por piedad,
vuélveme a la edad bendita
en que vivir es soñar.

Oración

Padre de misericordia, infunde en nosotros tu Espíritu de inteligencia y de sabiduría, para que conozcamos de veras lo que a ti te agrada y, una vez conocido, lo realicemos con alegría. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

Tomado de mi libro "La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas", editorial Monte carmelo, Burgos, 2017, ISBN: 978-84-8353-865-4, páginas 21-27. Pueden ver la presentación de la editorial en este enlace. La editorial Monte Carmelo tiene distribuidores en todo el mundo por lo que, si alguien está interesado en el libro, basta con que dé estos datos en cualquier librería religiosa y ellos se lo hacen llegar.

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