Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

viernes, 21 de abril de 2017

En tu resurrección, oh Cristo, hemos resucitado todos


En la resurrección, todo lo que Jesús hizo y dijo reveló su verdadero sentido porque se manifestó verdadero. Confió en el Padre hasta la muerte y el Padre le libró de la muerte, haciendo mucho más que devolverle la vida perdida: le convirtió en «primogénito», en el primer nacido del nuevo mundo que Jesús había anunciado, juez de vivos y muertos, última referencia de todo lo que existe.

Podemos tener la confianza de que todo lo sucedido en él está destinado a suceder en nosotros, porque él mismo nos ha asegurado que quienes creen en él no morirán para siempre y participarán de su vida gloriosa.

Los que ahora lo encuentran, comprenden los signos que realizó con una luz nueva, comprenden sus palabras, comprenden su muerte. Todo adquiere un significado más profundo: 

«Ya no pesa condenación alguna sobre los que viven en Cristo Jesús. La ley del Espíritu vivificador me ha liberado por medio de Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,1-2). 

En Jesús descubrimos que la muerte física no es el final de nuestra existencia porque Dios nos ha creado por amor y para el amor, para ser miembros de su familia, para compartir su vida. Un amor que es desde siempre, tiene que ser también para siempre. En la resurrección de Cristo se confirma su anuncio. 

Al mismo tiempo, descubrimos que el dolor, el sufrimiento, las muertes de cada día, no frustran la realización de nuestra existencia. Las cosas, los afectos, los triunfos son secundarios para el cristiano. 

Gracias a la resurrección de Cristo sabemos que el amor gratuito de Dios (que es lo que da sentido a nuestra vida) no puede fallar y no tenemos miedo, porque estamos seguros de que «ni la muerte, ni la vida, [...] ni otra criatura alguna, nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rom 8,31-39).

Desde el principio, la Iglesia lo ha contado cantándolo. Uno de los más antiguos himnos litúrgicos de la Iglesia romana es el «pregón pascual», que se proclama al inicio de la vigilia pascual desde el siglo IV. Comienza así: 

«Exulten los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo, y por la victoria de rey tan poderoso que las trompetas anuncien la salvación. Goce también la tierra, inundada de tanta claridad, y que, radiante con el fulgor del Rey eterno, se sienta libre de la tiniebla…»

Algo más tardío, pero también de venerable antigüedad es la «secuencia» (que se canta antes de la proclamación del evangelio de la misa del día de Pascua), que nos invita a realizar un viaje espiritual a Galilea para encontrarnos con Cristo resucitado: 

«Ofrezcan los cristianos / ofrendas de alabanza
a gloria de la víctima / propicia de la Pascua. 
[…] ¿Qué has visto de camino, / María, en la mañana?
A mi Señor glorioso, / la tumba abandonada,
los ángeles testigos, / sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras / mi amor y mi esperanza!
Venid a Galilea, / allí el Señor aguarda;
allí veréis los suyos / la gloria de la Pascua».

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