Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

viernes, 16 de febrero de 2024

Vía Crucis de Gerardo Diego


Gerardo Diego (1896 - 1987) escribió este Vía Crucis en 1924 y lo publicó por primera vez en 1931. Está escrito en "décimas": cinco para la "ofrenda" inicial a la Virgen y dos para cada una de las catorce estaciones. La primera siempre describe el acontecimiento y la segunda es una reflexión que pone en relación lo contemplado y la vida del orante. Es un texto precioso, que puede acompañar nuestra oración en este día.

Ofrenda

Dame tu mano, María,
la de las tocas moradas.
Clávame tus siete espadas
en esta carne baldía.
Quiero ir contigo en la impía
tarde negra y amarilla.
Aquí, en mi torpe mejilla,
quiero ver si se retrata
esa lividez de plata,
esa lágrima que brilla.

Déjame que te restañe
ese llanto cristalino,
y a la vera del camino
permite que te acompañe.
Deja que en lágrimas bañe
la orla negra de tu manto
a los pies del árbol santo
donde tu fruto se mustia.
Capitana de la angustia:
no quiero que sufras tanto.

Qué lejos, Madre, la cuna
y tus gozos de Belén:
- No, mi Niño, no; no hay quien
de mis brazos te desuna.
Y rayos tibios de luna,
entre las pajas de miel,
le acariciaban la piel
sin despertarle. Qué larga
es la distancia y qué amarga
de Jesús muerto a Emmanuel.

¿Dónde está ya el mediodía
luminoso en que Gabriel
desde el marco del dintel
te saludó: -Ave, María?
Virgen ya de la agonía,
tu Hijo es el que cruza ahí.
Déjame hacer junto a ti
ese augusto itinerario.
Para ir al monte Calvario,
cítame en Getsemaní.

A ti, doncella graciosa,
hoy maestra de dolores,
playa de los pecadores,
nido en que el alma reposa.
A ti, ofrezco, pulcra rosa,
las jornadas de esta vía.
A ti, Madre, a quien quería
cumplir mi humilde promesa.
A ti, celestial princesa,
Virgen sagrada María.


Primera estación. Jesús es condenado a muerte

Jesús sentenciado a muerte.
No bastan sudor, desvelo,
cáliz, corona, flagelo,
todo un pueblo a escarnecerte.
Condenan tu cuerpo inerte,
manso Jesús de mi olvido,
a que, abierto y exprimido,
derrame toda su esencia.
Y a tan cobarde sentencia
prestas, en silencio, oído.

Y soy yo mismo quien dicto
esa sentencia villana.
De mis propios labios mana
ese negro veredicto.
Yo me declaro convicto.
Yo te negué, con Simón.
Te vendí y te hice traición
con Pilatos y con Judas.
Y aún mis culpas desanudas
y me brindas el perdón.


Segunda estación. Jesús carga con la cruz

Jerusalén arde en fiestas. 
Qué tremenda diversión 
ver al justo de Sión 
cargar con la cruz a cuestas. 
Sus espaldas curva, prestas 
a tan sobrehumano exceso, 
y, olvidándose del peso 
que sobre su hombro gravita, 
con caridad infinita 
imprime en la cruz un beso. 

Tú el suplicio y yo el regalo. 
Yo la gloria y tú la afrenta, 
abrazado a la violenta 
carga de una cruz de palo. 
Y así, sin un intervalo, 
sin una pausa siquiera, 
tal vivo mi vida entera, 
que por mí te has alistado 
-voluntario abanderado- 
de esa maciza bandera. 


Tercera estación. Jesús cae por primera vez

A tan bárbara congoja 
y pesadumbre declinas, 
y tus rodillas divinas 
se hincan en la tierra roja. 
Y no hay nadie que te acoja. 
En vano un auxilio imploras. 
Vibra en ráfagas sonoras 
el látigo del blasfemo. 
Y en un esfuerzo supremo 
lentamente te incorporas. 

Como el Cordero que viera 
Juan, el dulce evangelista, 
así estás ante mi vista 
tendido con tu bandera. 
Tu mansedumbre a una fiera 
venciera y humillaría. 
Ya el Cordero se ofrecía 
por el mundo y sus pecados. 
Con mis pies atropellados, 
como a un estorbo, le hería. 


Cuarta estación. Jesús se encuentra con su madre

Se ha abierto paso en las filas 
una doliente mujer. 
Tu madre te quiere ver 
retratado en sus pupilas. 
Lento, tu mirar destilas 
y le hablas y la consuelas. 
¡Cómo se rasgan las telas 
de ese doble corazón! 
¡Quién medirá la pasión 
de esas dos almas gemelas! 

¿Cuándo en el mundo se ha visto 
tal escena de agonía? 
Cristo llora por María, 
María llora por Cristo. 
¿Y yo, firme, lo resisto? 
¿Mi alma ha de quedar ajena? 
Nazareno, Nazarena, 
dadme siquiera una poca 
de esa doble pena loca, 
que quiero penar mi pena.


Quinta estación. El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la cruz

Ya no es posible que siga
Jesús el arduo sendero.
Le rinde el plúmbeo madero.
Le acongoja la fatiga.
Mas la muchedumbre obliga
a que prosiga el cortejo.
Dure hasta el fin el festejo.
Y la muerte se detiene
ante Simón de Cirene,
que acude tardo y perplejo.

Pudiendo, Jesús, morir,
¿por qué apoyo solicitas?
Sin duda, es que necesitas
vivir aún para sufrir.
Yo también quise vivir,
vivir siempre, vivir fuerte.
Y grité: - Aléjate, muerte.
Ven tú, Jesús cireneo.
Ayúdame, que en ti creo
y aún es tiempo de ofenderte.


Sexta estación. La Verónica limpia el rostro de Jesús

Fluye sangre de tus sienes
hasta cegarte los ojos.
Cubierto de hilillos rojos
el morado rostro tienes.
Y al contemplar cómo vienes
una mujer se atraviesa,
te enjuga el rostro y te besa.
La llamaban la Verónica.
Y exacta, tu faz agónica
en el lienzo queda impresa.

Si a imagen y semejanza
tuya, Señor, nos hiciste,
de tu imagen me reviste
firme a olvido y a mudanza.
Será mayor mi confianza
si en mi alma dejas la huella
de tu boca, que nos sella
blancas promesas de paz,
de tu dolorida faz,
de tu mirada de estrella.


Séptima estación. Jesús cae por segunda vez

Largo es el camino y lento,
y el Cireneo se rinde.
Él se ha trazado una linde
en su oscuro pensamiento.
Mientras disputa violento,
deja que la cruz se hunda
total, maciza, profunda,
sobre aquel único hombro.
Y como un humano escombro
cae Jesús por vez segunda.

¿Otra vez, Señor, en tierra,
abrazado a tu estandarte?
Ese insistente postrarte
¿qué oculto sentido encierra?
Mas ya te entiendo. En la guerra,
por ti luchando, transido
caeré en tierra y malherido,
¿y no he de alzarme ya más?
Yo sé que tú me darás
la mano, si te la pido.


Octava estación. Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén

Qué vivo dolor aflige
a estas mujeres piadosas,
madres, hermanas, esposas,
sin culpa del «crucifige».
Jesús a ellas se dirige.
Sus palabras, oídlas bien:
- Hijas de Jerusalén,
llorad vuestro llanto, sí,
por vosotras, no por mí.
Por vuestros hijos también.

Por nosotros mismos, cierto.
Pero ¿quién por ti no llora?
Haz que llore hora tras hora
por mí tibio y por ti yerto.
Riégame este estéril huerto.
Quiébrame esta torva frente.
Ábreme una vena ardiente
de dulce y amargo llanto,
y espanta de mí este espanto
de hallar cegada mi fuente.


Novena estación. Jesús cae por tercera vez

Ya caíste una, dos veces.
La rota túnica pisas
y aún, entre mofas y risas,
tendido a mis pies te ofreces.
Yo no sé a quién me pareces,
a quién me aludes así.
No sé qué haces junto a mí,
derribado con tu leño.
Yo no sé si ha sido un sueño
o si es verdad que te vi.

Y yo caigo una, dos, tres,
y otra vez más, y otra, y tantas.
Siempre tus espaldas santas
me sirvieron de pavés.
Ahora siento bien cuál es
la razón de tus caídas.
Sí, porque nuestras vencidas
almas no te tengan miedo
caes, oh humilde remedo,
y a abrazarte las convidas.


Décima estación. Jesús es despojado de sus vestidos

Ya desnudan al que viste
a las rosas y a los lirios.
Martirio entre los martirios
y entre las tristezas triste.
Qué sonrojo te reviste,
cómo tu rostro demudas
ante aquellas manos crudas
que te arrancan los vestidos
de sangre y sudor teñidos
sobre tus carnes desnudas.

Bella lección de pudores
la que en este trance dictas,
tus candideces invictas
coloridas de rubores.
Tú, que has teñido las flores
de tintas tan sonrosadas,
que en las castas alboradas
las nubes vistes de oro,
¡ay!, devuélveme el tesoro
de mis flores marchitadas.


Undécima estación. Jesús es clavado en la cruz

Por fin, en la cruz te acuestas.
Te abren una y otra mano,
un pie y otro soberano,
y a todo, manso, te prestas.
Luego entre Dimas y Gestas,
desencajado por crueles
distensiones de cordeles,
te clavan crucificado
y te punzan el costado
y te refrescan de hieles.

Y que esto llegue es preciso
y así todo se consuma,
y, a la carga que te abruma,
el cuello inclinas sumiso.
- Conmigo en el paraíso
serás hoy, al buen ladrón
prometes. Tierna lección
la de tus palabras ciertas.
Toma mis manos abiertas.
Toma mis pies: tuyos son.


Duodécima estación. Jesús muere en la cruz

Al pie de la cruz, María
llora con la Magdalena,
y aquel a quien en la Cena
sobre todos prefería.
Ya, palmo a palmo, se enfría
el dócil torso entreabierto.
Ya pende el cadáver yerto
como de la rama el fruto.
Cúbrete, cielo, de luto
porque ya la Vida ha muerto.

Profundo misterio. El Hijo
del hombre, el que era la Luz
y la Vida, muere en cruz,
en una cruz crucifijo.
Ya desde ahora te elijo
mi modelo en el estrecho
tránsito. Baja a mi lecho
el día que yo me muera,
y que mis manos de cera
te estrechen sobre mi pecho.


Penúltima estación. Jesús es bajado de la cruz

He aquí helados, cristalinos,
sobre el virginal regazo,
muertos ya para el abrazo,
aquellos miembros divinos.
Huyeron los asesinos.
¡Qué soledad sin colores!
Oh, Madre mía, no llores.
¡Cómo lloraba María!
La llaman desde aquel día 
la Virgen de los Dolores.

¿Quién fue el escultor que pudo
dar morbidez al marfil?
¿Quién apuró su buril
en el prodigio desnudo?
Yo, Madre mía, fui el rudo
artífice, fui el profano
que modelé con mi mano
ese triunfo de la muerte
sobre el cual tu piedad vierte
cálidas perlas en vano.


Última estación. Jesús es colocado en el sepulcro

Fue un José el primer varón
que a Jesús tomó en sus brazos,
y otro José en tiernos lazos
le estrecha de compasión.
Con grave, infinita unción,
el sagrado cuerpo baja
y en un lienzo le amortaja.
Luego le da sepultura
y una piedra en la abertura
de la roca viva encaja.

Como póstuma jornada
de tu vía de amargura,
admiro en la sepultura
tu heroica carne sellada.
Señor, ya no queda nada
por hacer. Señor, permite
que humildemente te imite,
que contigo viva y muera,
y en luz no perecedera,
que, como tú, resucite.

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