Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre


Ayer les presenté la primera parte de la introducción a mi próximo libro "Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre". Hoy les ofrezco la segunda parte de la misma introducción. Repito el último párrafo de ayer para que se entienda en su contexto lo que sigue.

Esta misión brota del corazón del cristianismo, que no es la confesión de unas verdades (el credo) ni la observancia de unas normas de conducta (la moral) ni la participación en unos ritos cultuales (la liturgia). Lo primero y principal en el cristianismo es el encuentro con una persona viva, que no me trata como merecen mis faltas, sino conforme a su misericordia; que tiene un proyecto de plenitud para mí; que me ofrece la vida eterna. 

En palabras de santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz (Alençon 1873 – Lisieux 1897), estamos hablando de alguien «que me ama tal como soy, pequeña y débil, que todo lo ama en mí, […] capaz de amarme siempre». Esto no significa que el credo, la moral y la liturgia no sean importantes, pero no son lo primero. 

Lo esencial del cristianismo es Cristo, que no es un personaje del pasado, como Julio César o Napoleón, sino que está vivo y afirma: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Jesús nos asegura su presencia junto a nosotros en esta realidad concreta en la que nos encontramos, en la que tenemos experiencias positivas y negativas, momentos de gozo y de dolor, certezas y dudas. 

Él garantiza su cercanía, no cuando las cosas estén mejor, en una sociedad ideal, cuando estemos plenamente convertidos y seamos santos, sino en este mundo en continuo cambiamiento, marcado por los pecados de los hombres, por la enfermedad y por la muerte, que gime ansiando la redención (cf.. Rom 8,20-23). Jesús promete su presencia entre nosotros «todos los días». Por lo tanto, en ningún momento, ni en los más terribles, nos deja solos. Incluso cuando no lo percibimos, él también está a nuestro lado.

Santa Teresa de Jesús (Ávila 1515 – Alba de Tormes 1542) construyó toda su vida y sus enseñanzas sobre esta certeza: Jesucristo está siempre con nosotros. No solo cerca de nosotros, sino dentro de nosotros, en lo más profundo de nuestras almas. Y con Cristo están el Padre y el Espíritu Santo. Insiste en que «no estamos huecos», en que estamos habitados por Dios. Nada ni nadie puede expulsarle de nuestras vidas, ni siquiera el pecado. 

También afirma que podemos esconder o ignorar esta presencia, pero no eliminarla: «Es bueno considerar que la fuente y el sol resplandeciente, que están en el centro del alma, no pierden su resplandor y hermosura; que siempre están dentro de ella y nada puede quitarles su hermosura. Mas si sobre un cristal que está al sol se pusiese un paño muy negro, está claro que, aunque el sol dé sobre él, su claridad no hará operación en el cristal. ¡Oh almas redimidas por la sangre de Jesucristo, entendeos y tened lástima de vosotras! ¿Cómo es posible que, entendiendo esto, no procuréis quitar el betún de ese cristal?» (1M 2,3-4).

Teresa insiste en que hemos de convencernos de que la presencia de Dios en nuestras vidas y su amor hacia nosotros son realidades gratuitas. Él no viene a nuestro encuentro y nos ama como respuesta a nuestros servicios, sino que su amor precede a nuestras respuestas. No se da a nosotros porque somos buenos, sino porque él es misericordioso: «Él no da sus gracias a algunos porque son más santos que los demás, sino que se las da para que se conozca su grandeza y para que nosotros le alabemos en sus criaturas» (1M 1,3). 

Este es un tema en el que ella insiste, porque lo considera esencial: «Su Majestad es muy buen vecino, y es tanta su misericordia y bondad, que aun estándonos en nuestros pasatiempos y negocios y contentos y baraterías del mundo, y aun cayendo y levantando en pecados […], tiene en tanto que le queramos y procuremos su compañía, que no nos deja de llamar una y otra vez para que nos acerquemos a él» (2M 1,2). Para Teresa, es fundamental que comprendamos que Dios nos busca, nos llama y no deja de amarnos (aunque nosotros no seamos conscientes o le demos la espalda), porque solo así «se despertarán a amar más a quien les hace tantas misericordias» (1M 1,4).

En la tradición carmelitana, quizás nadie haya profundizado tanto en esta gratuidad del amor de Dios, que derrama sobre nosotros su misericordia infinita, como la beata Isabel de la Trinidad (Bourges 1880 – Dijon 1906), que no se cansa de repetir en sus escritos que «el abismo de nuestra miseria atrae sobre sí el abismo de su misericordia», invitando a todos a la confianza en Jesús y al abandono en sus manos: «[Vivamos] con confianza plena de amor [porque] “un abismo llama a otro abismo” (Sal 42 [41],8). Es ahí, en lo más profundo, donde va a realizarse el encuentro divino, donde el abismo de nuestra nada, de nuestra miseria, va a hallarse frente a frente con el abismo de la misericordia, de la inmensidad, del todo de Dios» (El cielo en la tierra, día primero). 

Escribe muchas cartas a sus amistades para transmitirles su certeza de que el amor de Dios nunca nos puede faltar, que nada nos puede separar de él, que nuestros pecados pueden ser una oportunidad para no confiar en nosotros mismos y poner solo nuestra esperanza en la misericordia de Dios. 

Enlazando citas de san Pablo y de otros autores para confirmar su propuesta, afirma a una amiga atemorizada: «Querida señora: lance su alma sobre las olas de la confianza y del abandono y piense que todo eso que la turba y la atemoriza no proviene de Dios porque él es “el príncipe de la paz” (Is 9,6), y la ha prometido “a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14). Cuando teme haber abusado de sus gracias, como me dice, es entonces el momento de redoblar la confianza, pues dice también el apóstol: “Donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia” (Rom 5,20). Y más adelante: “Me glorío en mis debilidades para que habite en mí la potencia de Cristo” (2Cor 12,9-10). “Nuestro Dios es rico en misericordia porque es eterno su amor” (Ef 2,4). No tema, pues» (Carta de marzo de 1905).

Por su parte, san Juan de la Cruz (Fontiveros 1542 – Úbeda 1591) afirma que el inicio de todo verdadero proceso de conversión cristiana consiste en «caer en la cuenta», en asumir vitalmente lo que estamos diciendo: que el cristianismo no es en primer lugar un conjunto de doctrinas que aprender, de ritos que celebrar, ni de normas morales que cumplir, sino el encuentro con el amor incomprensible de un Dios que nos ha creado por amor, que nos ha redimido por amor y que nos ha rodeado de mil manifestaciones de su amor, antes incluso de nuestro nacimiento. En definitiva, se trata de descubrir la buena noticia de que Dios es siempre «el principal amante» (C 31,2) en sus relaciones con el hombre. 

En la anotación que precede a la primera canción del Cántico espiritual lo presenta así: «Cayendo el alma en la cuenta de lo que está obligada a hacer […]; conociendo la gran deuda que debe a Dios en haberla criado solamente para sí (por lo cual le debe el servicio de toda su vida) y en haberla redimido solamente por sí mismo (por lo cual le debe todo el resto y la correspondencia del amor de su voluntad) y otros mil beneficios en que se conoce obligada a Dios desde antes que naciese…» (C 1,1).

Una fe meramente intelectual podría limitarse a creer que Dios existe y que lo que nos ha revelado es verdadero. Pero eso no es suficiente. Se necesita una fe cordial (que nace del corazón), que consiste en confiar en este Dios que se ha manifestado en Jesucristo, el cual me ha amado «hasta el extremo» (cf. Jn 13,1), hasta entregarse «por mí» (cf. Gál 2,20). Por eso algunos autores dicen que el cristianismo no es prioritariamente una «religión» (un conjunto de verdades, normas y ritos), sino una «fe» (una relación personal con Cristo, un camino de vida espiritual).

Amor, misericordia, compasión, caridad… El significado de las palabras evoluciona con el pasar del tiempo, por lo que no todos las entienden de la misma manera. 

Hablar hoy de «misericordia» y de «caridad» puede resultar confuso, porque algunos piensan en el asistencialismo, en dar algo a los necesitados sin hacerles justicia, sin permitirles acceder al disfrute de los bienes, perpetuando su situación de inferioridad. 

Por eso, la sociedad civil pone el ideal de las relaciones humanas en la justicia distributiva (que consiste en dar a cada uno lo que le corresponde), pero la Sagrada Escritura (sin desdeñar esto) nos invita a ir más allá, a construir nuestras relaciones sobre la caridad y la misericordia, a tratar a los demás como Dios nos trata a nosotros. Para comprender lo que estamos diciendo tenemos que explicar el sentido bíblico de estos términos.

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