Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

viernes, 18 de septiembre de 2015

Santa teresita en su contexto histórico


El 1 de octubre se celebra la fiesta de santa Teresita. Para prepararnos, voy a dedicar varias entradas a hablar de su mensaje. La de hoy es la más larga, ya que intento situarla en su ambiente histórico, para que podamos comprender mejor su contexto y la novedad de su propuesta.

Teresa de Lisieux es la doctora de la Iglesia más joven y la más cercana en el tiempo a nosotros. Su autobiografía (llamada Historia de un alma) es el libro más traducido y editado de toda la historia de la humanidad, después de la Biblia. Ha sido la santa más citada por los papas que han gobernado la Iglesia después de su muerte y es una de las mujeres que más han influido en la evolución de la teología. Para comprender mejor la novedad de su mensaje, recordemos el ambiente histórico en que vivió. 

Su época fue verdaderamente convulsa y difícil: la organización social del Antiguo Régimen de Cristiandad, que había comenzado a romperse con la revolución francesa, llegaba definitivamente a su fin con las revoluciones liberales. La sociedad continuaba siendo mayoritariamente campesina y oficialmente católica, aunque la numerosa emigración hacia las ciudades y el afianzarse de la revolución industrial, estaba cambiando rápidamente las estructuras sociales y los hábitos religiosos.

Al nacer Teresa Martin, Francia seguía siendo llamada la «Hija predilecta de la Iglesia» en todos los documentos papales. La sociedad era mayoritariamente católica, la mitad de las escuelas del país estaban regentadas por religiosos, la Iglesia poseía unos 4.000 centros asistenciales, entre hospitales, orfanatos, asilos de ancianos y otras obras de beneficencia. Además, gestionaba numerosos periódicos y editoriales, por lo que su influencia era notable.

Sin embargo, las sucesivas leyes anticlericales y laicistas de la III República Francesa cambiaron rápidamente la situación: se suprime la obligación del descanso dominical, solo se reconoce el matrimonio civil, se aprueba el divorcio, se prohíbe enterrar fuera de los cementerios civiles, se disuelven la mayoría de las congregaciones religiosas (especialmente las que trabajaban en la enseñanza o en la sanidad), se impone una escuela gratuita, obligatoria y laica, excluyendo a los religiosos de la formación de niños y jóvenes (en pocos años se cerraron unos 15.000 centros católicos), etc. 

La situación llegó a su máxima radicalización en 1905, cuando Francia rompió el Concordato con la Santa Sede y proclamó la laicidad del Estado, expropiando los edificios religiosos (aunque se permite que los dedicados al culto sigan siendo usados por sus anteriores propietarios bajo la supervisión de representantes laicos), expulsando a las religiosas y a los capellanes de los hospitales, restringiendo las procesiones y el uso de la sotana en la calle, obligando a los clérigos a hacer el servicio militar, prohibiendo la presencia de símbolos religiosos en los edificios públicos, dejando de considerar delito el ultraje a la religión, denegando derechos civiles y políticos básicos a los religiosos y a los clérigos, etc. 

Por otro lado, los católicos también sufren dificultades y persecuciones en otros países del entorno. Especialmente significativa es la situación de Italia: en 1870 los Estados Pontificios son anexionados definitivamente en la nueva nación italiana, que establece su capital en Roma. Las primeras decisiones del nuevo gobierno fueron la incautación de los bienes eclesiásticos y la prohibición de los votos religiosos. Desde entonces y hasta la solución del «problema romano» en 1927, el papa se considerará prisionero en el Vaticano.

En casi toda Europa se imponen gobiernos liberales, que consideran a los católicos reaccionarios y enemigos del progreso. Por su parte, los católicos consideran inmorales las leyes que promulgan sus gobernantes, por lo que se suceden los enfrentamientos y las posturas de unos y otros se vuelven cada vez más radicales.

Ante tantas dificultades, muchos abandonan la fe, disminuyen los bautizos, matrimonios y funerales religiosos, así como la práctica dominical y el número de vocaciones consagradas. La crítica a la Iglesia y a las prácticas religiosas se organiza y se hace feroz por parte de la prensa republicana y librepensadora, que multiplica folletos y libros en los que frailes y curas son ridiculizados y presentados como modelo de ignorancia y desenfreno. Muchos grupos influyentes quieren reducir la fe a una cuestión privada.

Por el contrario, los que permanecen en la Iglesia lo hacen de una manera convencida, por lo que refuerzan sus signos de identidad, en un esfuerzo de «restauración» de las estructuras y prácticas que veían amenazadas por la sociedad civil. En este contexto, cualquier propuesta de renovación o de cambio era mirada con desconfianza.

La Iglesia se hace más clerical, aumenta el control del clero sobre la prensa y las asociaciones católicas, se promueven las vocaciones consagradas y se multiplican las normas para la formación de los seminaristas, que se vuelve más exigente que en los tiempos anteriores. Los libros de piedad exaltan el sacerdocio católico y fomentan la admiración y el respeto por los que son considerados «otros Cristos». Al mismo tiempo, se favorece también la formación religiosa de los laicos y su participación en asociaciones de todo tipo, se multiplican las publicaciones confesionales, las peregrinaciones a Roma y a los santuarios marianos, se hace más exigente la preparación para recibir los sacramentos, se generaliza la lectura del catecismo, de las vidas de santos y de libros de devoción (en algunos ambientes también de la Biblia o, al menos, de la historia sagrada), se promueven los retiros espirituales y las misiones populares, etc. 

Cinco son las columnas que mantienen el edificio espiritual de la época:

1. La devoción al Sagrado Corazón de Jesús, subrayando que se encuentra herido por nuestros pecados y que un día nos llamará a juicio. Se acompaña por una espiritualidad del sacrificio, la inmolación y las obras de reparación por los pecadores, especialmente por los desmanes del gobierno contra la Iglesia. Se erige la «Asociación reparadora de la blasfemia y de la violación del domingo». Muchas almas generosas ofrecen su propia vida a la justicia divina, deseando convertirse en los «pararrayos» de su ira.

2. La piedad eucarística se interpreta en esta línea, por lo que se crean numerosas asociaciones para el culto del Santísimo fuera de la misa, especialmente «para reparar los ultrajes que se hacen a Dios y a nuestra santa religión». También surge la Adoración Nocturna, la Adoración Perpetua y otras obras de piedad eucarística con carácter expiatorio y reparador. Sin embargo la comunión se recibe con poca frecuencia, por miedo a caer en el sacrilegio, si no se está suficientemente preparados. 

3. La devoción a la Virgen María crece con la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción y con las numerosas apariciones de la época en territorio francés (la Medalla Milagrosa, Nuestra Señora de las Victorias, la Salette, Lourdes y Pontmain). En todas ellas, María habla del sufrimiento que le causan los pecados de los hombres e invita al sacrificio y a la oración, no entendida como una relación personal con Dios, sino como un conjunto de fórmulas y prácticas de piedad que se deben repetir periódicamente. Las peregrinaciones a los santuarios marianos se organizan como ejercicios colectivos de penitencia.

4. El amor a la Iglesia se identifica con la devoción al papa y el esfuerzo para que puedan volver a establecerse los Estados Pontificios. De hecho, se forman ejércitos de voluntarios franceses que van a luchar contra las tropas italianas. El concilio Vaticano I proclamó la infalibilidad pontificia, lo que hizo que todos los católicos vieran en el Papa la autoridad suprema y su guía espiritual de una manera más acentuada que hasta entonces. Los papas empiezan a publicar encíclicas sobre los argumentos más variados, que son leídas y comentadas con devoción en todos los países católicos. Se generaliza la costumbre de finalizar todos los actos de piedad con especiales oraciones por el Sumo Pontífice y sus intenciones

5. El espíritu misionero se desarrolla como nunca antes en la historia de la Iglesia francesa. Cuando se cierran las puertas a Dios en la propia patria, se busca abrirle otras nuevas en el extranjero. En las colonias de África y de Asia se impone a los considerados «salvajes» el idioma y la cultura de Francia. Los creyentes consideran el cristianismo como la máxima expresión de dicha cultura, por lo que evangelización y el proceso colonizador van normalmente de la mano y muchas veces se confunden. Surgen numerosas congregaciones femeninas para la educación y la asistencia de los desheredados.

Otras devociones como la Santa Faz, la Preciosa Sangre de Cristo, los Ángeles y algunos santos alcanzan también cierta importancia, aunque no tanta como las anteriormente nombradas. 

Santa Teresita participará de la mentalidad de su época y también construirá su vida y su espiritualidad sobre estas columnas, pero a cada una de ellas dará su enfoque personal, renovándolas y llenándolas de un sentido más evangélico, lo que llevó al papa Pío XI a hablar de la «sorprendente novedad de su doctrina». Ella era consciente de la originalidad de sus propuestas y del bien que podían hacer en la Iglesia. Sirva de ejemplo este texto: «Rézale mucho al Sagrado Corazón. Tú sabes bien que yo no veo al Sagrado Corazón como todo el mundo» (Carta 122 a Celina).

Pienso que la grandeza de Teresa no está en que ha sido canonizada, declarada patrona de las misiones y doctora de la Iglesia. Esas cosas son solo el reconocimiento oficial de que sus reflexiones y su propuesta respondían a la necesidad de renovación de la Iglesia de su época. Las respuestas que se ofrecían a la nueva situación que estaba surgiendo ya no servían, aunque la mayoría no se diera cuenta de ello. Ella consiguió reformular lo esencial del cristianismo con palabras nuevas y ofreció también una manera nueva de vivirlo, haciéndolo «comprensible» y «practicable» a las nuevas generaciones, que no se sentían satisfechas con las propuestas que habían servido hasta entonces. 

C. E. Chesterton escribió que «cada época es salvada por un santo que es lo contrario del espíritu de esa época». Pienso que esto se cumplió cabalmente en el caso de Teresa. Su propuesta se aleja tanto de la que formulaban las élites intelectuales anticristianas, que se hicieron fuertes en su tiempo, como de la espiritualidad que vivían los católicos de su entorno.

Antes de acercarnos a sus escritos, hemos de ser conscientes de que Teresa de Lisieux toma de su ambiente dos cosas que hoy pueden confundir a sus lectores:

Por un lado, utiliza un lenguaje al que ya no estamos acostumbrados, aunque era muy común en su época: Al hablar continuamente de su caminito, de ser la pelotita de Jesús, de sus hermanitos, de florecillas, de las pequeñas esposas del Señor... puede producir sensación de infantilismo. 

Por otro, como hacen todos los autores espirituales de su época, afirma continuamente que ama el sufrimiento; pero hay que clarificarlo a la luz de sus escritos, ya que ella se refiere a que quiere unirse a Jesús para ayudarle a salvar almas prolongando en su carne lo que falta a la pasión de Cristo a favor de su Cuerpo (cf. Col 1,24). Al hablar de su comprensión de la justicia divina, veremos su dependencia en este punto de la espiritualidad de su tiempo y también la originalidad de su propuesta, que abrió caminos nuevos a la teología. 

Algunos predicadores y publicaciones han hecho un flaco servicio a santa Teresita: Han presentado algunas frases suyas fuera de contexto para mantener costumbres contrarias a sus principios. Por ejemplo, pensemos en las «florecillas», los pequeños sacrificios cotidianos buscados para agradar a Jesús: Ella ofrecía los sufrimientos inevitables, causados por la enfermedad, las incomprensiones de otras personas, la debilidad de carácter, las imperfecciones propias y ajenas... pero bromeaba sobre las industrias para auto-mortificarse de algunas hermanas. Sin embargo, a veces se han utilizado sus escritos para justificar lo que ella rechazaba. 

En su tiempo, la espiritualidad ponía el acento en la abnegación de los cristianos, unidos al sacrificio de Cristo víctima, en la práctica de obras de piedad y en el rigor moral, ya que se tenía un concepto pesimista de la naturaleza humana y de todo lo «mundano». No podemos olvidar que, cada vez que la Biblia invita a la conversión o al arrepentimiento, aunque los textos griegos hablan de «metanoia», los textos latinos traducían por «penitentia», por lo que tanto las lecturas de la liturgia como las traducciones de los evangelios (que se hacían tomando como base la Vulgata) recogían continuas llamadas de Jesús, de los apóstoles y de los profetas a hacer penitencia. Las personas sensibles no podían ignorar esa invitación, en la que se resumía la propuesta de Jesús: «Haced penitencia y creed en el evangelio» (Mc 1,15).

Conservamos las notas que Teresita tomó en el retiro de preparación para su primera comunión, que nos ayudan a comprender mejor el contexto eclesial y la formación religiosa de la época: «El señor abate nos ha hablado de la muerte, y nos ha dicho que no había manera de hacernos ilusiones, que era segurísimo que teníamos que morir, y que quizá habría alguna que no terminase el retiro. [...] El señor abate nos representó las torturas que se sufren en el infierno. Nos ha dicho que de nuestra primera comunión iba a depender que fuésemos al cielo o al infierno. [...] El señor abate nos ha hablado de la primera comunión sacrílega. Nos ha dicho cosas que me han dado mucho miedo». Hoy nos sorprende que se pudiera usar semejante terrorismo intelectual con unas niñas.

Al año de recibir la primera comunión, se hacía un nuevo retiro y una nueva celebración solemne, que era llamada la «segunda comunión». Las notas de este retiro no mejoran respecto a las del año anterior: «Lo que dijo el señor abate era espantoso. Nos ha pintado el estado de un alma en pecado mortal y cuánto la odia Dios». Las pláticas del sacerdote provocaron en Teresita una terrible crisis de escrúpulos, que tardó año y medio en superar. Ante semejante predicación, no es extraño que la gente sencilla tuviera miedo de Dios, quisiera aplacarlo con obras de penitencia y no se atreviese a acercarse a comulgar. Otros preferían abandonar esa religión que les presentaba una idea de Dios tan opresora.

Teresa no puede escapar totalmente de su ambiente, pero abre nuevas puertas, desplazando el acento hacia los valores más profundos del evangelio, hacia un optimismo cristiano, hacia un culto «en espíritu y verdad» que tiene relación con la existencia concreta y cotidiana más que con la práctica de determinados actos de piedad.

Tenemos un precioso testimonio de su pensamiento en una carta que ella escribió a su prima María Guérin, que sufría de escrúpulos y había abandonado la comunión. Por entonces Teresa ya era monja y había hecho un largo camino de maduración personal, que la llevó a cuestionar las certezas religiosas que había recibido en su infancia: «Conozco muy bien lo que son esa clase de tentaciones [...]. ¿Quieres que te diga una cosa que me ha dado mucha pena? Que mi Mariíta dejara de comulgar [...]. ¡Qué pena tan grande le habrá dado eso a Jesús! Muy astuto tiene que ser el demonio para engañar así a un alma. ¿Pero no ves, tesoro, que esa es la meta que persigue? [...] Quiere privar a Jesús de un tabernáculo amado [...]. Cuando el diablo consigue alejar a un alma de la sagrada comunión, lo ha ganado todo. ¡Cariño!, piensa que Jesús está en el sagrario expresamente para ti, para ti sola, y que arde en deseos de entrar en tu corazón [...]. Vete a recibir sin miedo al Jesús de la paz y del amor [...]. Es imposible que un corazón que solo encuentra descanso mirando un sagrario ofenda a Jesús hasta el punto de no poderle recibir. Lo que ofende a Jesús, lo que hiere su corazón es la falta de confianza [...]. Hermanita querida, comulga con frecuencia, con mucha frecuencia. Este es el único remedio si quieres curarte» (Cta. 92 del 30 de mayo de 1889).

Para entonces, Teresita había leído las obras de Juan de la Cruz y de Teresa de Jesús. En el texto apenas citado parece hacerse eco de unas palabras de la Santa de Ávila, que advierten contra la falsa humildad de obsesionarse con los propios pecados y creerse indigno de recibir la comunión: «Guardaos, hijas, de unas humildades que pone el demonio con gran inquietud, de la gravedad de pecados pasados, de si merezco acercarme al Sacramento, si me dispuse bien, que no soy para vivir entre buenos. Esas cosas son de estimar cuando vienen con sosiego y regalo y gusto, como las trae consigo el conocimiento propio. Pero si vienen con alboroto e inquietud y apretamiento del alma y no poder sosegar el pensamiento, creed que son tentación y no os tengáis por humildes, que no vienen de ahí» (CE 67,5).

Lo que Teresa afirma en su carta es que hay que «recibir sin miedo al Jesús de la paz y del amor», porque él «arde en deseos de entrar en tu corazón», lo que le ofende y le hiere no son las cosas que nosotros pensamos, sino «la falta de confianza». En estas frases podemos descubrir un anticipo de lo esencial de sus enseñanzas, que son también lo esencial del evangelio. Espero que estas cosas quedarán más claras en los próximos días, cuando hablemos de «la actualidad de su mensaje», especialmente al tratar de su «caminito de infancia espiritual».

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