Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

martes, 30 de diciembre de 2014

Ana recuerda su viaje a Cuba


Si ayer pudimos leer el testimonio de Lino y Gloria, hoy es Ana María (la portera del monasterio del Desierto de las Palmas) la que nos cuenta su experiencia misionera en tierras cubanas. Ella ya es experta en estas cosas, ya que en otras ocasiones me ha acompañado en experiencias similares en USA, Guatemala, El Salvador y República Dominicana. Es la de la derecha de la foto. La del centro es Encarna y el de la izquierda el P. Reinier.

Desde la primera vez que visité América durante una novena en honor de la Virgen de Guadalupe y unas charlas de evangelización que daba el P. Eduardo en Oklahoma City, mi corazón se llenó de amor por aquellas gentes, de las que he aprendido tantas cosas.

Esta vez ha sido la Virgen de la Caridad del Cobre la que me ha llevado a tierras cubanas. Yo no sabía lo que me esperaba. Solo tenía la certeza de que no visitaría grandes almacenes ni cosas parecidas. Tenía un especial deseo de visitar Cuba, ya que mis antepasados vinieron de allí a España en el s. XIX.

No sé de dónde saqué el valor para volar sola de Valencia a Madrid, ya que siempre me he movido en estos viajes acompañada por otros. Cuando ya estaba en el avión de Madrid a La Habana, se me acercó Encarnita, mi compañera de viaje, que llegaba desde Cuenca. En el aeropuerto de Cuba nos encontramos con el P. Eduardo y un matrimonio de Panamá.

Esta experiencia misionera ha sido muy intensa. He sentido la presencia de Jesús en esas casas pobres, casi derruidas y sucias, que he tenido la ocasión de visitar. La gente nos acogía con los brazos abiertos y a veces lloraba porque no tenía nada que ofrecernos, ni una silla para sentarnos.

Impresiona la falta de comida y medicinas. Pero más impresiona la necesidad que tienen de hablar con alguien que les escuche. Eso es lo que más hemos hecho, además de rezar con ellos.

Recuerdo especialmente una familia de cuatro viejecitos. Aparentaban por lo menos 90 años. Hablando con ellos nos dijeron que la señora tenía solo sesenta y tantos años y su marido tampoco llegaba a los setenta. Y los otros dos ancianos eran sus hijos, de solo cuarenta y tantos años. La mala alimentación y los trabajos los habían reducido de esa manera.

Ella acudía a comer al comedor de los padres carmelitas y de allí le llevaba la comida a su esposo, que no puede andar. Su cara irradiaba bondad.

Los padres carmelitas de La Habana y de Matanzas son unos misioneros admirables que ayudan a la gente, visitan a los enfermos, dan de comer a los ancianos y atienden un montón de iglesitas por los campos, donde anuncian el evangelio superando todas las dificultades del mundo.

Me ha llenado de gozo compartir la vida con personas que no tienen casi nada, pero aman sinceramente al Señor y a la Virgen. Doy gracias a Dios por cada uno de ellos y por los días que he pasado en Cuba.


Aunque pueda sorprenderles, Luciana y su marido (el del centro) tienen poco menos de 70 años. El hijo de la izquierda solo 49 y el de la derecha aún es más joven.

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