Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

sábado, 2 de marzo de 2024

La purificación del templo de Jerusalén y el verdadero culto


Porque el templo de Jerusalén es el corazón de la religión judía y porque lo ama, Jesús acude al templo en distintas ocasiones. En sus atrios enseña y realiza prodigios (cf. Mt 21,14; Mc 14,49; Jn 18,20). Al mismo tiempo, se enfrenta a esta institución y a su significado.

Tenemos el relato de la expulsión de los mercaderes en los cuatro evangelios, con explícita referencia a la decisión de dar muerte a Jesús, tomada por las autoridades judías a partir de entonces.

De hecho, la acusación que se esgrime contra Jesús ante Caifás es que quería destruir el templo (cf. Mt 26,61; Mc 14,58) y en la cruz se burlan de Jesús por el mismo motivo (cf. Mt 27,40; Mc 15,29). Los cuatro evangelios también recuerdan una profecía de Jesús que hace referencia a la destrucción del templo (cf. Mt 24,2; Mc 13,2; Lc 21,6; 19,44; Jn 2,19).

Por otro lado, los evangelios sinópticos anuncian que al morir Jesús se rasgó el velo del templo (cf. Mc 15,38 y paralelos). El primer mártir cristiano fue acusado de anunciar que Jesús destruiría el templo (cf. Hch 6,14). Por último, en la nueva Jerusalén no habrá templo (cf. Ap 21,22). Como podemos ver en estos textos, la asociación de Jesús con el templo y su destrucción está presente en todo el Nuevo Testamento.

Con toda claridad Jesús se presentó como alguien «más grande que el templo» (Mt 12,6). El relato sobre la purificación del templo continúa con el anuncio de Jesús de que en tres días volvería a levantar el templo destruido. Juan dice al respecto: «Él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de lo que había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (Jn 2,21-22).

[...] Al maldecir la higuera estéril en el contexto de la purificación del templo, se indica que el culto que se ofrecía allí era únicamente hojarasca inútil, porque no producía frutos de conversión. De hecho, la purificación del templo se coloca al interior de la narración de la maldición de la higuera: El árbol estéril es maldecido (cf. Mc 11,12-14), el templo es purificado (cf. Mc 11,15-19), los discípulos comprueban que la higuera se ha secado (cf. Mc 11,20-21). Así se explica que con el templo sucede como con la higuera: se acerca su fin, porque no da fruto.

La expulsión de los mercaderes

Para alcanzar la comunión con Dios, en el templo se realizaban sacrificios de animales, que eran ofrecidos sobre el altar, en parte quemados y en parte comidos por los oferentes (los que se quemaban totalmente como ofrenda a Dios eran llamados «holocaustos»).

Los puestos en la explanada del templo ofrecían a los peregrinos el material para los sacrificios, ya que no podían caminar desde lugares lejanos con el animal de la ofrenda a cuestas. Además, estos animales debían cumplir con ciertas condiciones para ser admitidos: ser machos, de un año, sin defecto corporal…

Por su parte, la presencia de los cambistas servía para favorecer el pago de tributos y ofrendas, ya que en el templo no se admitían monedas extranjeras, consideradas impuras porque llevaban imágenes de los dioses locales. Solo se admitían los siclos, que no las llevaban.

Jesucristo «volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían» (Mc 11,15). Quienes hayan visitado la explanada del templo, recordarán que es un espacio de quince hectáreas, en el que caben miles de personas. En la época de Jesús, allí se juntaban muchedumbres y había cientos de puestos con motivo de la Pascua, por lo que se habrían necesitado muchas personas y mucho tiempo para desmantelarlos todos. Además, el espacio estaba bien vigilado por los soldados de Herodes, que controlaban el lugar desde la torre Antonia para que no hubiera desórdenes. Si la cosa hubiera sido seria, habrían intervenido.

Posiblemente Jesús tiró algún puesto, realizando un gesto profético que acompañó con una predicación explicativa, algo muy típico de la tradición israelita, tal como ya hemos visto. Lo verdaderamente importante es la interpretación de este acontecimiento que realizan los evangelios.

Tirando por el suelo las ofrendas, Jesús acaba con una manera de relacionarse con Dios. Lo comprendemos a la luz de la justificación que él da al hacerlo. Jesús afirma que el templo ha de ser «casa de oración para todos los pueblos, pero vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones» (Mc 11,17). En realidad, aquí está uniendo dos textos distintos del Antiguo Testamento.

Por un lado cita a Jeremías, que denuncia el culto separado de la vida y exige que el culto se corresponda con una existencia íntegra, afirmando:

«No os creáis seguros con palabras engañosas, repitiendo: “Es el templo del Señor” […]. ¿De modo que robáis, matáis, adulteráis, juráis en falso, quemáis incienso a Baal, seguís a dioses extranjeros y desconocidos, y después entráis a presentaros ante mí en este templo, que lleva mi nombre, y os decís: “Estamos salvos”, para seguir cometiendo esas abominaciones? ¿Creéis que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre? Atención, que yo lo he visto» (Jer 7,1-15).

Jeremías no llama «ladrones» (o mejor, «bandidos») a los que venden, sino a los que acuden al templo a comerciar con Dios. Le ofrecen cosas sin comprometer la vida, esperando ser escuchados solo porque han ofrecido sus dones. Pero el profeta dice que Dios no quiere nuestras cosas, sino nuestros corazones. Citando este texto, Jesús explica que, al purificar el templo, no está corrigiendo los abusos de los vendedores, sino impidiendo el sistema cultual de Israel. No se enfrenta con un grupo de comerciantes, sino con una manera de relacionarse con Dios, al que ofrecemos cosas creyendo que así tenemos derecho a que nos dé lo que le pedimos.

Por otro lado, Jesús cita a Isaías, que anuncia que, en los tiempos mesiánicos, Dios también aceptará el culto de los extranjeros y de las personas con defectos físicos, que hasta entonces no podían entrar en el templo, por ser considerados impuros:

«El extranjero que se ha unido al Señor, no diga: “El Señor me excluirá de su pueblo”. No diga el eunuco: “Soy un árbol seco”. Porque esto dice el Señor: A los eunucos que guardan mis sábados, que eligen cumplir mi voluntad, […] a los extranjeros que se han unido al Señor, […] los traeré a mi monte santo, los llenaré de júbilo en mi casa de oración; sus holocaustos y sacrificios serán aceptables sobre mi altar; porque mi casa es casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,3-7).

Estas citas del Antiguo Testamento ayudan a entender el gesto de la purificación del templo. La ofrenda de sacrificios animales sirvió hasta entonces, porque era imagen del sacrificio del verdadero cordero; pero, una vez que este se manifiesta, aquellos ya no sirven. Dios ya no se encuentra en un lugar, sino en la persona de Jesús, que es el verdadero templo.

El culto «en espíritu y verdad»

En la narración de san Juan (2,13-22), se cita un salmo que habla de los sufrimientos del justo a causa de su fidelidad a Dios: «Soy un extraño para mis hermanos, porque me devora el celo de tu casa» (Sal 69 [68],9-10). Pero, especialmente, se indica el cumplimiento de un oráculo de Zacarías, que anunció que, cuando se instaure el reino de Dios, no habrá distinción entre sagrado y profano, ya que todo estará consagrado al Señor, hasta las ollas de cocinar y los cascabeles de los caballos que se usan en los desplazamientos (cf. Zac 14,20-21).

El uso de esos textos nos ayuda a comprender el significado que el evangelio atribuye a la purificación del templo: nos indica que ha llegado el tiempo en que el culto no será solo celebrar unos ritos determinados, en un lugar concreto y en unos días señalados, sino una vida ofrecida en consonancia con un culto «en espíritu y verdad» (Jn 4,23), en el que todos pueden participar.

Santa Teresa de Jesús lo comprendió muy bien (aunque no tenía acceso a estudios exegéticos). Por eso decía a sus monjas que Dios está lo mismo en el templo, durante la oración, que en la habitación de una enferma, cuando se la atiende, que en la cocina, cuando se preparan los alimentos:

«Hijas mías, no tengáis desconsuelo cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores, entended que, si es en la cocina, entre los pucheros (es decir: las cazuelas, las ollas) anda el Señor, ayudándonos en lo interior y exterior» (Fundaciones 5,8).

Lo que Jesús anuncia con este gesto profético se realizará plenamente con la destrucción del verdadero templo, que es su cuerpo. Es significativo que, en el momento de su muerte, «el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo» (Mt 27,51). El velo separaba el lugar santísimo, al que nadie podía acceder (solo el sumo sacerdote una vez al año). Se suponía que allí moraba Dios. Pues bien, Dios no está encerrado en ese lugar, allí no hay nada, como se puede comprobar una vez que se rompe la cortina.

San Pablo dice que el templo del Señor hoy ya no es un edificio de piedra, sino los mismos creyentes (cf. 1Cor 3,16-17; 6,19), a los que san Pedro llama «piedras vivas» (1Pe 2,4). En esta línea lo entendieron las autoridades judías, que se dieron cuenta de que Jesús no estaba simplemente atacando unos abusos, sino destruyendo todo su sistema cultual y religioso. Por eso, decidieron eliminarlo.


Texto tomado de mi libro "La Semana Santa según la Biblia", Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2017. ISBN: 978-84-8353-819-7, páginas 95-101.

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