Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 17 de octubre de 2013

Entrevista en el año de la fe (2)


6. Es conocido el poema de Unamuno en el que nos advierte de que “todos llevamos en el sótano un ateo”. ¿Es cierto? ¿En qué sentido?

Por supuesto que es cierto. En cada hombre se repite la tentación de los primeros padres: pensamos que no necesitamos de Dios, que nos bastamos a nosotros mismos, que con nuestras obras y conocimientos podemos dar sentido a nuestra existencia sin depender de nadie.


En la religión sucede como en la vida de cada persona: De niños confiamos ciegamente en nuestros padres; de adolescentes queremos afirmar nuestra personalidad y pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, porque somos más listos que los demás; de adultos sabemos reconocer nuestras limitaciones y aceptamos el consejo de quienes saben más que nosotros. Así pasamos de una religiosidad heredada (infancia) a una crisis de confianza en unas estructuras que nos parecen caducas (adolescencia) hasta que hacemos experiencia de nuestras limitaciones y del amor de Dios, que no nos abandona a pesar de ellas y que no es oprimente, sino liberador (madurez).

7. Pero no me negará que hoy es más difícil alcanzar la madurez en la fe y perseverar en ella que en otras épocas, en las que el ambiente social era más favorable. 

Santa Teresa de Jesús, hablando de sí misma, dice que “su fe era tan viva que, cuando oía a algunas personas que quisieran haber vivido en el tiempo en que Cristo andaba en el mundo, se reía entre sí, pareciéndole que, teniéndole tan verdaderamente en el Santísimo Sacramento como entonces, ¿qué más se les daba?” (Camino de Perfección, 34,6).

A veces tenemos la tentación de pensar que los tiempos pasados eran mejores, que creer era más fácil cuando el ambiente social ayudaba a la práctica religiosa. Pero no debemos confundir las prácticas religiosas con la vivencia personal de la fe. En el pasado y en el presente, algunas personas participan en actos de culto cristiano (bodas, bautizos, funerales, fiestas patronales…) solo por costumbre o por curiosidad. Pero eso no basta. En el momento oportuno, cada persona tiene que hacer su opción personal de fe.

San Pablo dice que “ahora es el tiempo favorable, ahora es el tiempo de la salvación” (2Cor 6,2). En esta época concreta que nos ha tocado vivir, con sus luces y sus sombras, el Señor nos ofrece su gracia y nos invita a su amistad. Cada uno personalmente tiene que decidir cómo responderle.

8. Hemos oído muchas veces que la fe es un “don”. ¿Nos explica y ejemplifica qué significa esto? ¿Qué pueden hacer los que no han recibido el regalo de la fe? ¿Se puede perder algo que no se ha tenido nunca? 

Es verdad que se repite siempre que la fe es un “don”, como si eso pudiera justificar la increencia de muchos de nuestros contemporáneos. Pero no debemos olvidar que Dios no niega sus dones a nadie. Lo que pasa es que la fe es también una “conquista”, por lo que hay que esforzarse para protegerla y cultivarla, de manera que se conserve y crezca. En nuestros días sigue siendo actual la pregunta de Jesús: “Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8). Yo no puedo responder por los demás. No sé si mis vecinos o mis parientes conservarán o rechazarán la fe, pero tengo la responsabilidad de hacer todo lo posible para conservarla yo; y si puedo ayudar a que otros también la conserven, tanto mejor.

San Juan de la Cruz dice que “el Señor descubrió siempre los tesoros de su Sabiduría y Espíritu a los mortales; pero ahora que la malicia va descubriendo más su cara, los descubre todavía más” (Dichos de luz y amor, 1). Cuantas más dificultades pone la sociedad a la vivencia de la fe, más gracias nos concede Cristo para que podamos mantenerla y acrecentarla. Pero tenemos que poner algo de nuestra parte: en primer lugar, la práctica de la oración personal (que es la consecuencia lógica de la fe); y en segundo lugar, el esfuerzo para conocer mejor sus contenidos, tal como están recogidos en la Biblia y resumidos en el Credo.

9. Al hilo de los que nos ha dicho, y disculpe lo aparentemente banal de la pregunta, ¿no le parece extraño que muchos hablen de que han perdido la fe como pudieran contarle que han perdido un paraguas? 

Eso es algo que me resulta absolutamente incomprensible. Conozco muchas personas que viven como si Dios no existiera, que han abandonado totalmente las prácticas religiosas y que afirman que no echan de menos nada en sus vidas. No me atrevo a juzgarlas, pero yo afirmo con el salmista que “su gracia vale más que la vida” (Sal 63,4).

Para los místicos, la vida con Dios, su gracia, es lo más precioso que se puede poseer; lo único que dura «para siempre, siempre, siempre», como le gustaba decir a santa Teresa de Jesús. Tanto ella como san Juan de la Cruz, compusieron sendas estrofas para un estribillo que habla de la muerte de amor. Cito una de las de san Juan, ya que las de santa Teresa son más conocidas:

Vivo sin vivir en mí

y de tal manera espero 
que muero porque no muero. 

En mí yo no vivo ya

y sin Dios vivir no puedo; 
pues sin Él y sin mí quedo, 
este vivir, ¿qué será? 
Mil muertes se me hará 
pues mi misma vida espero 
muriendo porque no muero. 

Repito: yo no puedo juzgar a los que viven sin fe, pero sé que mi vida no tiene sentido sin Dios. No me basta con lo que conozco o poseo, ya que tengo deseos de vida eterna y en plenitud, de vida sin fin.

10. Padre Eduardo: Hoy sabemos que la mayoría mide sus opciones en clave de “rentabilidad”. ¿Resulta “rentable” ser creyente? ¿Puede aportarnos la fe soluciones al estado actual de crisis globalizada, tanto a nivel personal como social? 


En nuestros días tenemos un sentido muy utilitario de la vida. Muchas veces, hasta los padres tienen que dar una propina a sus hijos si quieren que saquen la basura, limpien su habitación o cuiden de sus hermanos pequeños. 

Nos es difícil hacer cosas de una manera gratuita. Y, sin embargo, esas son las más necesarias y auténticas. En la búsqueda de unos resultados para todo lo que se hace, muchos de nuestros contemporáneos confunden la fe con los variados ejercicios de relajación o con la meditación. Por eso insisten en probar “métodos” de oración, con los que conseguir los fines que se proponen. Si no se los ofrece la Iglesia, los buscan en el zen, el yoga, el reiki, o alguna otra de las numerosas técnicas que aseguran el bienestar de la mente y el cuerpo. Se busca conseguir la paz, el equilibrio, la unificación interior y para ello se está dispuesto a hacer los esfuerzos que sean necesarios. 

Es bueno aclarar desde el principio que el fin primordial de la fe no es la desintoxicación de la mente, ni la relajación del cuerpo, ni el control de los sentidos, ni aún obtener favores de Dios. La armonía interior, la serenidad del ánimo, la paz de la conciencia... son frutos que pueden brotar de la fe, pero no son su fin ni su justificación.

En principio, la fe no es una inversión a corto o a largo plazo, sino una relación gratuita con Dios, sin necesidad de otras motivaciones fuera del amor. Lo entendió muy bien el autor del que posiblemente sea el soneto más conocido de la lengua española, que habla de un amor y de un temor (palabra usada en el sentido de “respeto”) absolutamente desinteresados:

No me mueve, mi Dios, para quererte,

el cielo que me tienes prometido, 
ni me mueve el infierno, tan temido, 
para dejar, por eso, de ofenderte. 

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte

clavado en esa cruz y escarnecido, 
muéveme el ver tu cuerpo tan herido, 
muévenme tus afrentas y tu muerte. 

Muéveme ‒ en fin ‒ tu amor, y en tal manera,

que aunque no hubiera cielo, yo te amara 
y aunque no hubiera infierno, te temiera. 

No me tienes que dar porque te quiera,

pues aunque lo que espero no esperara, 
lo mismo que te quiero te quisiera. 

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