Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

lunes, 8 de abril de 2013

La Anunciación del Señor

Este año, la anunciación del Señor se traslada al lunes 8 de abril (el primer día después de la octava de Pascua), al coincidir el día 25 con el lunes de la Semana Santa. Veamos algo de la historia y del significado de esta fiesta.

Los judíos celebraban cada Pascua el aniversario de la creación, de la alianza de Dios con Abrahán, de la salida de Egipto… y también esperaban en ese día la futura manifestación del mesías. Los Padres de la Iglesia calcularon que el día de la muerte de Jesús fue un 25 de marzo. Como coincidió con la Pascua judía, ese día recordaban también el aniversario de la creación, de las grandes intervenciones de Dios en la historia de la salvación y de la encarnación del Señor. De esta manera, ponían en relación la obra creadora de Dios y la redención.


Los primeros testimonios sobre una fiesta de la anunciación son del año 550, en Constantinopla. Los obispos de la España visigoda, para que no cayera en Cuaresma, la fijaron el 18 de diciembre en el concilio X de Toledo (año 656). En el rito Ambrosiano se introdujo el cuarto domingo de Adviento. El 25 de marzo se instituyó obligatoriamente en Roma a partir del 660. 

Desde la recuperación de la solemnidad de santa María, Madre de Dios (el 1 de enero), la Anunciación ha perdido algo de su importancia, pero en la liturgia bizantina conserva su esplendor, ya que es una de las doce grandes fiestas. Se cantan oraciones de gran riqueza teológica, entre las que destaca el Akathistos, que recoge poéticamente sus contenidos dogmáticos. María es aclamada con títulos tomados de la historia de la salvación: «Salve, por ti resplandece la dicha; / Salve, por ti se eclipsa la pena. / Salve, levantas a Adán, el caído; / Salve, rescatas el llanto de Eva […] Salve, Virgen y Esposa» (Oda 1).

Por su parte, la liturgia latina insiste en la confesión de la fe católica sobre la encarnación, que se realizó en vistas de la redención y del surgimiento de la Iglesia. La primera lectura recuerda la promesa de Isaías: «La virgen está en cinta y da a luz un hijo» (Is 7,14). El evangelio recoge su cumplimiento en la anunciación (Lc 1,26-38). La segunda lectura (Heb 10,4-10) desvela la actitud del Hijo al entrar en el mundo: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad» (Cita el salmo 40 [39], que también se usa como salmo responsorial). Así, se relacionan el sí de Jesús y el sí de María. Por eso, en este día celebramos, al mismo tiempo, una fiesta cristológica y mariana, porque celebra un misterio central de Cristo (su encarnación) y la actitud esencial de María (su fe y su acogida a la Palabra de Dios).

Esta solemnidad confiesa que Jesús, concebido por obra del Espíritu Santo, no proviene de la carne, sino de Dios (cf. Jn 1,13). Es decir, no es el fruto de la unión de un hombre con una mujer, no es el resultado del esfuerzo de los hombres, sino un regalo de Dios. 


La Anunciación, además de ofrecer una reflexión sobre Cristo y María, también invita a pensar en los fundamentos de la eclesiología. De hecho, la Iglesia «reconoce que ha tenido su origen en la encarnación de tu Unigénito» (oración sobre las ofrendas). Tenemos que pensar que la Iglesia es la prolongación de la salvación de Cristo a lo largo de los siglos, la actualización de la encarnación en la historia.

El misterio de la Anunciación ha impregnado durante siglos la vida de los católicos gracias al rezo del Ángelus, que marcaba la jornada con el sonido de la campana por la mañana, a mediodía y al atardecer, y suponía el inicio y el final de las actividades laborales, así como la pausa para la comida. 

La Anunciación es uno de los motivos más frecuentes del arte cristiano. María en la Anunciación es patrona de los tejedores, y se la suele representar junto a una rueca en los iconos orientales y en las pinturas medievales. A partir del renacimiento se la pinta normalmente en un reclinatorio con una Biblia en la mano. Por su parte, el Ángel Gabriel es patrono de los carteros, pues se le considera el cartero divino. De hecho, en algunas representaciones se le sitúa junto a María, con una carta en la mano.

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