Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 22 de diciembre de 2022

El desposorio entre Dios y los hombres


La tradición patrística presenta la Navidad como un desposorio entre Dios y los hombres: «Como el esposo que sale de su alcoba, descendió el Señor hasta la tierra para unirse, mediante la encarnación, con la Iglesia, a la cual dio sus arras y su dote: las arras, cuando Dios se unió con el hombre; la dote, cuando se inmoló por su salvación» (San Fausto de Riez). 

La teología encerrada en el símbolo del matrimonio de Cristo con la Iglesia es aplicada por los escritores eclesiásticos al momento del nacimiento del Señor, cuando la divinidad desposa la humanidad, haciéndose los dos uno solo (cf. Gen 2,24; Mc 10,7-9). 

San Juan de la Cruz es el autor que lo ha presentado con más belleza, especialmente cuando lo desarrolla en su romance 9:

Ya que era llegado el tiempo / en que de nacer había, 
así como desposado / de su tálamo salía, 
abrazado con su esposa, / que en sus brazos la traía; 
al cual la graciosa Madre/ en un pesebre ponía, 
entre unos animales / que a la sazón allí había.

Los hombres decían cantares / los ángeles melodía 
festejando el desposorio / que entre tales dos había; 
pero Dios en el pesebre / allí lloraba y gemía, 
que eran joyas que la esposa / al desposorio traía. 

Y la madre estaba en pasmo / de que tal trueque veía: 
el llanto del hombre en Dios / y en el hombre la alegría; 
lo cual, del uno y del otro, / tan ajeno ser solía. 

Jesucristo es presentado, en el momento de su nacimiento, como el Esposo recién casado. La esposa es la humanidad. El vientre de María es el “tálamo” (el lecho nupcial), donde se ha consumado el matrimonio.

El parto supone la presentación en público del Esposo y de la Esposa, que salen abrazados de él. Ciertamente, en el Niño Jesús la divinidad y la humanidad están inseparablemente unidas, como abrazadas. 

El Esposo lleva en brazos a la Esposa, como gesto de amor, ya que Cristo “ha abrazado” la naturaleza humana al asumirla. Pero se juega con las palabras, ya que la Virgen María lleva en sus brazos al Niño Jesús y lo deposita en el pesebre. En este caso, ella es la figura de la Esposa, que abraza al Esposo para corresponder a su amor. 

Mientras los hombres y los ángeles celebran fiesta por la boda, el Esposo (el Niño Jesús) llora. Las lágrimas son las únicas joyas que la Esposa (la humanidad asumida por Jesús) aporta como dote al matrimonio. 

La Madre se asombra por el admirable “trueque” (intercambio) que tiene lugar: El Esposo (el Hijo de Dios hecho hombre) asume el sufrimiento y el llanto de la Esposa y la Esposa (la humanidad) recibe a cambio la vida y la felicidad del Esposo. Cosas, en principio, ajenas a ambos.

Este tema no es nuevo. Ya en el Antiguo Testamento, los profetas llamaron a Dios esposo de Israel. Dicen que Dios ama a su esposa (personificada en Jerusalén o Sión), a pesar de que esta es infiel en muchas ocasiones (de hecho, llaman adulterio a los pecados de idolatría). Dios la perdona y está dispuesto a darle un corazón nuevo, para que pueda amarle como él la ama (cf. Ez 36,26). 

El Cantar de los cantares es la mejor imagen de este amor. Los Salmos 19 [18] y 45 [44] retoman el argumento, que alcanzará gran importancia en el judaísmo, hasta el punto de que la Torá es adornada como una esposa en su día de bodas, con telas bordadas, coronas, joyas y flores. El rabino la abraza e incluso baila con ella, antes de leerla, prefigurando la fiesta del desposorio de Dios con su pueblo. 

También Jesucristo se definió a sí mismo como el novio y a sus discípulos como los amigos del novio (cf. Mt 9,15). De hecho, realizó su primer milagro en un matrimonio (Jn 2,1-11), comparó el Reino con un banquete de bodas (Mt 22,1ss) e invitó a la perseverancia en la oración poniendo el ejemplo de las vírgenes que esperan la llegada del esposo en medio de la noche (Mt 25,1ss). 

San Pablo presenta a Cristo como esposo de la Iglesia (Ef 5,32) y de cada creyente (2Cor 11,2). 

El Apocalipsis celebra la salvación definitiva con la imagen de la boda entre el Cordero y la Iglesia (Ap 19,7ss). 

Toda la liturgia cristiana es la respuesta agradecida de la esposa Iglesia al amor del Esposo Cristo, que ofrece para ella su Palabra, su Cuerpo y su Sangre en el banquete de bodas, que se renueva en cada Eucaristía. 

Lo expresa con profundidad el día de Epifanía: «Hoy la Iglesia se ha unido a su celestial Esposo porque, en el Jordán, Cristo ha lavado los pecados de ella, los magos acuden con regalos a las bodas del Rey y los invitados se alegran por el agua convertida en vino. Aleluya». 

La Iglesia se purifica en el Jordán, ya que el baño purificador de los esposos era un requisito previo a la celebración del matrimonio. Como Cristo no tenía pecados, la liturgia (haciéndose eco de la tradición patrística) interpreta que, al participar Jesús en un rito penitencial, no lo hizo por sí mismo, sino a favor de su esposa, por eso dice que «en el Jordán, Cristo ha lavado los pecados de ella». 

Los Magos son la primicia de los gentiles invitados al banquete de bodas, y los participantes en la boda de Caná son la primicia de los judíos. Los primeros «acuden con regalos a las bodas del Rey». Y los segundos «se alegran por el agua convertida en vino». Con unos (gentiles) y otros (judíos), purificados en el bautismo, se forma la Iglesia, Esposa de Cristo. 

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