Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

martes, 21 de noviembre de 2023

Origen y teología del culto a la Virgen María


En la asamblea de los bienaventurados destaca la que las letanías lauretanas llaman «reina de todos los santos», que ocupa un lugar preponderante en el arte, en la liturgia y en la piedad de los cristianos. 

Como hace al hablar de los santos, el catecismo, citando la Sacrosanctum Concilium, también recuerda la indisoluble unidad entre las fiestas de la Virgen y el misterio pascual de Cristo: 

«En la celebración de este círculo anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con especial amor a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con un vínculo indisoluble a la obra salvadora de su Hijo; en ella mira y exalta el fruto más excelente de la redención y contempla con gozo, como en una imagen purísima, aquello que ella misma, toda entera, desea y espera ser» (Catecismo 1172).

Los estudiosos suelen afirmar que el culto mariano es posterior al culto de los mártires. Esto tiene valor si nos referimos a la fijación de fechas concretas para celebrar su memoria, pero no podemos olvidar la abundante presencia de María en la Sagrada Escritura, así como en los textos litúrgicos más antiguos (himnos y homilías), en los que las referencias a María se encuentran siempre en relación con el misterio de Cristo. En este sentido, su veneración se remonta a los orígenes de la Iglesia. 

Por otro lado, tampoco se deben ignorar los graffiti del s. II con invocaciones marianas encontrados en las excavaciones de Nazaret, así como sus abundantes representaciones pictóricas en las catacumbas. 

Lo que sí es cierto es que las primeras fiestas en su honor surgieron después del concilio de Éfeso (431). A partir del s. V aparecen en Jerusalén varias fiestas marianas, que posteriormente pasarán a Constantinopla y, más tarde, a Roma. 

Como sucedió con las fiestas de los santos, las celebraciones marianas se multiplicaron con el pasar del tiempo, extendiéndose a la Iglesia universal numerosas celebraciones propias de calendarios particulares: la Virgen de la Merced, del Rosario, del Carmen, de Loreto, de Lourdes… 

En el actual calendario litúrgico, las celebraciones de la anunciación y de la presentación del Señor han recuperado su sentido cristológico y se conservan tres solemnidades marianas: la Inmaculada Concepción (8 de diciembre), santa María, Madre de Dios (1 de enero) y la Asunción (15 de agosto). Además, se proponen dos fiestas (la Natividad de María y la Visitación) y algunas memorias. Los calendarios locales incluyen otras celebraciones (como la patrona del lugar, por ejemplo). 

La colección de misas de la Virgen ofrece un rico material de oraciones y lecturas para los distintos tiempos litúrgicos. 

El Vaticano II recuerda que las fiestas de la Virgen forman parte de las celebraciones de los misterios de Cristo, ya que María está indisolublemente unida a la obra de su Hijo. Ella es la primera redimida, perfecta discípula, en la que la Iglesia contempla su modelo y su destino.

En 1974, Pablo VI publicó la Marialis cultus, en la que ofreció a la Iglesia una reflexión sobre la naturaleza del culto a la Virgen, así como unas directrices para su correcto desarrollo. Allí recuerda que el actual calendario distribuye de manera orgánica y coherente la memoria de María dentro del ciclo anual de los misterios de Cristo. También analiza su presencia en los textos del misal, el leccionario y la liturgia de las horas, presentándola como modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto. Después de recordar las características perennes del culto mariano (que es trinitario, cristológico y eclesial) ofrece orientaciones prácticas y analiza algunas formas de piedad. Por último, reflexiona sobre el valor teológico y pastoral del culto a la Virgen y afirma que «la piedad de la Iglesia hacia la santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano».

Juan Pablo II escribió en 1987 la encíclica Redemptoris Mater sobre la relación de la Virgen con el misterio de Cristo y de la Iglesia, en la que dice: «María con razón es honrada con especial culto por la Iglesia […] Este culto es del todo particular: contiene en sí y expresa aquel profundo vínculo existente entre la Madre de Cristo y la Iglesia».

Con motivo de la publicación de la Marialis cultus, Ratzinger tuvo una serie de conferencias, en las que analizó con detenimiento la crisis postconciliar del culto mariano, así como los fundamentos bíblicos de la mariología y sus contenidos fundamentales. Tras estudiar las figuras de Eva, las «matriarcas» en las historias de la promesa, las heroínas Ester y Judit, la imagen de Israel como virgen, esposa y madre, las personificaciones de la Sabiduría y de la Ruah, llegó a la conclusión de que, en el Antiguo Testamento, la imagen de la mujer expresa el significado de la creación y de la fecundidad de la gracia. En el Nuevo Testamento, las esperanzas de la intervención salvadora de Dios adquieren nombre y figura en Cristo. De la misma manera, las imágenes de la creación y de Israel, que acogen esa salvación, se concretan en María. 


Posteriormente, profundizó en distintas ocasiones en los fundamentos bíblicos y teológicos del culto mariano, demostrando que «en contra de la extendida opinión imperante, el testimonio bíblico sobre María es tan abundante que no puede agotarse solo con algunas palabras». 

También afirmó que «María representa de manera especial la unidad entre Antiguo y Nuevo Testamento, pero ella conecta también la religión natural y la fe. […] A través de ella, la piedad natural se ordena hacia un rostro, hacia una historia que desemboca en Cristo. De ese modo, es bautizada la piedad natural».

Después de su elección papal, trató estos temas en numerosas ocasiones, recordando que en María encuentran su cumplimiento tipológico muchas imágenes del Antiguo Testamento. Especialmente, la figuración femenina de Israel y de Jerusalén. Por eso, se reconoce a María como «“hija de Sión” y arquetipo del pueblo que “ha encontrado gracia” a los ojos del Señor». 


También subrayó que la Virgen Madre es «tipo y modelo excelso de la Iglesia creyente, fiel discípula de su Hijo Jesús, desde su concepción hasta la Cruz y después, en el camino de la Iglesia naciente». 

De ella aprende la Iglesia a meditar la Palabra de Dios y a convertirla en vida, ya que ella es «la Virgen silenciosa, en constante escucha de la Palabra eterna, que vive en la palabra de Dios. María conserva en su corazón las palabras que vienen de Dios y, uniéndolas como en un mosaico, aprende a comprenderlas». 

Su respuesta libre y consciente a Dios es un estímulo para los creyentes: «La Madre de Dios nos muestra que el obrar de Dios en el mundo implica siempre nuestra libertad porque, en la fe, la Palabra divina nos transforma. También nuestra acción apostólica y pastoral será eficaz en la medida en que aprendamos de María a dejarnos plasmar por la obra de Dios en nosotros». 

Resumiendo las enseñanzas del concilio sobre la Virgen, afirmó: «María está tan unida al gran misterio de la Iglesia, que ella y la Iglesia son inseparables, como lo son ella y Cristo. María refleja a la Iglesia, la anticipa en su persona y, en medio de todas las turbulencias que afligen a la Iglesia sufriente y doliente, ella sigue siendo siempre la estrella de la salvación».

El papa Benedicto también resaltó que, en las diversas fiestas marianas que la Iglesia celebra a lo largo del año litúrgico, podemos contemplar el lugar de la Virgen María y de cada ser humano en toda la historia de la salvación, desde el designio creador de Dios (que hizo al hombre con la pureza y belleza de la Inmaculada); y después del pecado, lo reafirmó y volvió a proponer a los hombres mediante la encarnación de su Hijo (que se realizó en María), hasta la salvación final, que ya se nos muestra anticipadamente en la asunción de María al cielo: «En efecto, la Inmaculada Concepción, la Anunciación, la Maternidad divina y la Asunción son etapas fundamentales, íntimamente relacionadas entre sí, con las que la Iglesia exalta y canta el glorioso destino de la Madre de Dios, pero en las que podemos leer también nuestra historia».

Comentando el magnificat, afirmó que el culto mariano tiene su fundamento en la Sagrada Escritura, cuando María dice: «desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48). Aquí, «la Madre del Señor profetiza las alabanzas marianas de la Iglesia para todo el futuro, la devoción mariana del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos. Al alabar a María, la Iglesia no ha inventado algo “ajeno” a la Escritura: ha respondido a esta profecía hecha por María en aquella hora de gracia».

Por último, en sus intervenciones invocaba continuamente la protección y el auxilio de María. Esto encuentra su sentido en que Jesús le ha encargado que sea madre de sus discípulos. Además, al estar con Dios, puede estar cerca de cada hombre. «Cuando estaba en la tierra, solo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está cerca de nosotros, más aún, que está “dentro” de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos». En otra ocasión, añadió: «Porque fue agraciada copiosamente, la veneramos y, por la intimidad con su divino Hijo, buscamos lógicamente su intercesión en nuestras propias necesidades y las del mundo entero».

Tomado de mi libro La fe celebrada. Historia, teología y espiritualidad del año litúrgico en los escritos de Benedicto XVI, Burgos 2012, pp. 368-373.

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