Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

miércoles, 13 de junio de 2012

San Antonio de Padua

San Antonio es uno de los santos más populares del calendario. Tradicionalmente invocado para recuperar las cosas perdidas o para encontrar novio, se le suele representar con un libro, un lirio y un niño Jesús. Y se suele decir: “San Antonio bendito / tiene un chiquito / que ni come ni bebe / y está gordito”. Bromas aparte, san Antonio fue un gran hombre, inteligente, culto, infatigable en la predicación del evangelio, amante de los pobres, generoso con todos.

Fernando (así se llamaba antes de hacerse fraile franciscano) nació en Lisboa hacia 1190. En la escuela de la catedral estudió gramática, retórica, aritmética, música, geografía y astronomía. Continuó su formación en el monasterio de los agustinos de Lisboa y, desde los diecisiete años, en otro de Coimbra. Allí conoció a los hijos de Francisco de Asís y su actividad misionera en Marruecos, despertándose en él la vocación misionera.

En el verano de 1220, Fernando cambió su nombre por Antonio, vistió el hábito franciscano y se embarcó hacia Marruecos. Su ilusión misionera quedó truncada, ya que enfermó tan gravemente que tuvieron que repatriarlo para que no se muriera. El fuerte viento y las corrientes marinas no permitieron que su barco volviera a Portugal, sino que lo llevaron a las costas de Sicilia. Allí se enteró de que Francisco había convocado para mayo de 1221 a todos los que seguían sus ideales al primer Capítulo General de los franciscanos. Se desplazó a Asís lleno de ilusiones, aunque pasó totalmente inadvertido en medio de aquella multitud, entre la que no conocía a nadie. Terminado el Capítulo, los frailes se reunieron en torno a sus provinciales y en su compañía regresaban a sus respectivas provincias, mientras él se quedó solo. A Marruecos no podía volver, por lo que con el permiso del provincial de Romaña, se retiró a vivir en soledad al eremitorio de Monte Paolo, donde pasaba la mayor parte del tiempo orando en una cueva, pidiendo a Dios que le iluminara sobre lo que debería hacer en el futuro.

En el mes de septiembre, durante unas ordenaciones en la catedral de Forlí, le pidieron que hiciera el sermón. Todos quedaron tan impresionados de su sabiduría, que el provincial le pidió que consagrara sus energías a la predicación de la Palabra de Dios, por lo que comenzó una etapa itinerante de su vida, predicando de pueblo en pueblo y convenciendo a los ricos para que compartieran sus bienes con los pobres, lo que le hizo muy popular. Se dice que en Rímini los herejes impedían al pueblo que asistiera a sus sermones, por lo que se fue a orillas del mar y empezó a predicar a los peces, diciendo: "Oíd la palabra de Dios, vosotros peces del mar y del río, ya que no la quieren escuchar los infieles". A su palabra acudieron multitud de peces, que sacaban sus cabezas fuera del agua para escucharlo.

Al cabo de unos años fue nombrado profesor de teología. Se lo pidió san Francisco en persona, por lo fue el primer lector de teología que tuvo la Orden franciscana, primero en Bolonia y después en Montpellier, Toulouse, Le Puy, Bourges, Limoges y Arlés.

De 1227 a 1230 desempeñó el cargo de ministro provincial de Romaña, estableciéndose en Padua. Allí, por indicación del cardenal de Ostia, se dedicó a la composición de sermones para las fiestas y domingos del año (que durante siglos han servido a muchos sacerdotes para preparar su predicación), así como otros libros, combinando la atención a los frailes, la predicación, el estudio y la escritura.

Consumido por el trabajo, se retiró al eremitorio de Camposampiero. Junto al mismo había un espeso bosque y en él un nogal gigantesco, entre cuyas ramas se construyó una cabaña para morar. Allí murió el 13 de junio de 1231. Tan pronto como expiró, los niños de Padua recorrieron la ciudad gritando: “¡Ha muerto el Santo!”.

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